En la tempestad.

No te importa lo que me suceda, o al menos eso parece.  

¿Dónde estabas en ese momento de gran dolor, miedo, frustración?

Ahí realmente puedo comprender el alcance y la madurez de mi fe.

Reconozco que a veces ir a ciegas puede ser agotador y tú lo sabes. Por eso, cada tanto, me permites escuchar la frescura de tu voz que me invita a seguir.

Y es que no me llamas a seguirte a ciegas: me dejas tu Palabra cotidiana, el pan de la Eucaristía, a los hermanos y hermanas de camino, a tu misma Iglesia como signo, a los niños como ejemplo y a los pobres como testigos. Estás en todos ellos y aún más: infundes tu Espíritu en toda la tierra para que cada jornada sea un impulso a la valentía y no al miedo; a plantarle cara a la tempestad.

Tú eres mi fuerza en la tempestad y la misericordia ante mi pecado.


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