La madrugada de ese viernes, en el que entregaste tu vida, tenía un aire amargo de soledad dolorosa. Acababas de experimentar en una sola noche todas las noches solitarias de los reclusos y recordaste al amanecer el abandono de los tuyos: cobardía, negación, vergüenza y traición. Aquel viernes de ayuno forzado fue una degustación del horror de los dolores que ibas a experimentar durante el resto de ese día. Aquella penitencia ya purgaba nuestros pecados.
Tu Madre veló esa noche y se sorprendió despierta con las luces del amanecer al darse cuenta de que no había pensado en el paso del tiempo, despreciando el descanso nocturno. Ella podía intuir que ese era el día de las profecías y que una espada le atravesaría el alma. Aquella penitencia de la Madre Dolorosa ya nos invitaba a llorar nuestros pecados.
Con la claridad de este viernes, quiero hacer penitencia por mis pecados. Perdona, Señor, mi infidelidad y mi soberbia. Perdona mi olvido, mi abandono, mi traición peor que la de Judas, ya que la suya fue de una sola noche, mientras que la mía es diaria. Los cristianos hacemos penitencia hoy más que nunca en un mundo que niega el sufrimiento como una realidad de tantos hermanos y hermanas, en un mundo que no cree en un Jesús sufriente. Perdona, Señor, nuestros pecados y concédenos la reconciliación que sana el corazón destrozado.
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Que el Señor te conceda su paz.