Den frutos de conversión.

Al ver que los fariseos y saduceos se acercaban al Jordán a recibir el bautismo de Juan, este les reclamaba con dureza: «Den, pues, fruto digno de conversión, y no crean que basta con decir en su interior: “Tenemos por padre a Abraham”; porque les digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham» (Mt 3, 8-9).
Nota como Juan los persuade de abandonar esa falsa confianza en que por ser hijos de Abraham (a quien Dios le prometió que bendeciría a sus descendientes) no habría que dar frutos de esfuerzo y conversión; con ser herederos de las promesas bastaba. Y no es así.
Nos puede pasar a nosotros, bautizados (y por lo tanto hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de las promesas del Reino de Dios), creamos que por decir «Señor, Señor» tenemos comprada la salvación (Mt 7). Lo que el Señor espera de nosotros es que demos frutos adecuados al don que Él nos regala. Ciertamente de Dios viene la gracia en forma de semilla, y él mismo es el sembrador, pero está en nosotros disponernos como buen terreno a dar fruto según nuestra capacidad. Que no nos pase como aquel heredero de un gran empresario que sentía resuelta su vida, y al poco de morir el padre, su poca habilidad para los negocios acabó por arruinar la empresa heredada, terminando el hijo de un rico como un pobre a causa de su negligencia. Demos, pues, frutos dignos de conversión con la semilla de la gracia que se nos ha encomendado.


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