La fuente de la gracia.

La gracia, una expresión que repetimos a menudo los cristianos y que es la esencia misma de la salvación. Al decir «gracia» nos referimos al amor y bondad gratuitos de Dios (de hecho la palabra «gratis» viene de allí) que nos amó primero, nos salva del pecado y produce en nuestras vidas la fe en su hijo Jesús y los frutos de las buenas obras. Todo es gracia de Dios.
Ella es semilla que germina en nuestra vida, nada que nosotros hagamos por nuestra salvación es por mérito nuestro: aún la decisión de arrepentirnos de nuestros pecados y buscar a Dios ocurre por la gracia de Dios que nos impulsa a hacerlo. De ese modo, los cristianos no creemos que nos salvamos por la fe, tampoco por hacer obras buenas; nos salvamos por la gracia de Dios, que al ser recibida por el cristiano, produce los frutos de la fe y las buenas obras. Por eso debemos guardar la humildad en nuestro camino de discípulo, porque todo lo que hemos caminado, aprendido, compartido y evangelizado no es mérito nuestro... es gracia, don gratuito de Dios.
Una bella imagen de la gracia la encontramos en el libro de Ezequiel (cap. 47) en donde el profeta ve un torrente que nace del santuario y se vuelve un río enorme que a su paso produce vida. En sus riberas nacen árboles medicinales y frutales e incluso desemboca en un mar salado, transformando sus aguas en un manantial de donde se puede beber. La gracia de Dios es un fuente a la que ni siquiera vamos (porque ni en eso tenemos mérito) sino que ella viene a nosotros -como Jesús que busca al paralítico que llevaba años ante una fuente pagana queriendo asegurar su curación sin éxito- y esa fuente va inundando todo, transformando la aridez en verdor y la muerte en vida abundante.


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