Al contemplar el fuego, san Francisco de Asís decía de él que era «bello y alegre y robusto y fuerte» (Cant 8), es decir, que su calor y su luz causan no solo fascinación en quien lo contempla, sino que lo impulsan al movimiento. ¿Qué sería de un hombre que, en las tinieblas del mundo, no tiene ni la luz ni el calor de Dios? Sin luz no se sabe a dónde ir, sin calor el cuerpo no se mueve, más aún, no está vivo. No es de extrañar que en Pentecostés, el Espíritu Santo se manifieste en forma de lenguas de fuego (Hch 2,3). La lengua solo es visible cuando se abre la boca; del mismo modo, el Espíritu no se comunica ni impacta en el oyente si el apóstol de esta Fuerza no se anima a hablar, a anunciar. Tal fue la fuerza del Espíritu en Pedro, que dio un gran discurso una vez recibió la lengua de fuego, logró hacerse escuchar y hacer bautizar a 3000 personas (Hch 2, 41).
«Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rm 10, 14). La predicación que comunica el Espíritu tiene que expresar las características del fuego: iluminadora, preciosa a los oídos, esperanzadora, profunda y universal, porque todos somos llamados a recibir este fuego que abrasa y purifica hasta los corazones más fríos.
Quizá el signo del fuego y todo su significado puedan pasar a un segundo plano en algunas comunidades que privilegian otros símbolos (como la paloma, que, aunque es bíblica, no se corresponde adecuadamente con la fuerza que imprime el signo del Pentecostés y responde a otro momento del itinerario de la formación cristiana), pero ciertamente en el fuego se pueden apreciar, porque es llamativo a los ojos tanto de los niños como de los adultos, la hermosura, poder y vivacidad de nuestro Dios, que nos hace arder el corazón con sus palabras de vida eterna (Lc 24, 32).
«Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rm 10, 14). La predicación que comunica el Espíritu tiene que expresar las características del fuego: iluminadora, preciosa a los oídos, esperanzadora, profunda y universal, porque todos somos llamados a recibir este fuego que abrasa y purifica hasta los corazones más fríos.
Quizá el signo del fuego y todo su significado puedan pasar a un segundo plano en algunas comunidades que privilegian otros símbolos (como la paloma, que, aunque es bíblica, no se corresponde adecuadamente con la fuerza que imprime el signo del Pentecostés y responde a otro momento del itinerario de la formación cristiana), pero ciertamente en el fuego se pueden apreciar, porque es llamativo a los ojos tanto de los niños como de los adultos, la hermosura, poder y vivacidad de nuestro Dios, que nos hace arder el corazón con sus palabras de vida eterna (Lc 24, 32).
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