El santuario de Dios es su corazón.
San Agustín decía a Dios: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti». En el interior de cada uno de nosotros existe esta sed de Dios, este deseo de plenitud, de satisfacción... de llegar a un lugar en el cual no sintamos más el deseo de ir a ningún otro sitio. Este lugar, donde brota esa agua que sacia para siempre la sed (Jn 4,14), es el corazón de Dios. En la mente de Dios hemos sido amados antes de ser creados y en su corazón estamos llamados a vivir. Este corazón es semejante a un santuario del cual brotan solo fuentes de abundancia, fertilidad y purificación, tal como decía el profeta: «En cualquier parte a donde llegue esta corriente, podrán vivir animales de todas clases y muchísimos peces. Porque el agua de este río convertirá el agua amarga en agua dulce, y habrá todo género de vida» (Ez 47,9). De modo que la misión que, por encima de cualquier otra, debemos emprender es entrar en este santuario y adentrarnos más en este misterio.
La puerta de este santuario no está cerrada, sino abierta por el mismo Señor. De su interior se oyen sin cesar llamados a entrar, y es así que conocemos la primera verdad del pensamiento de Dios: nunca es iniciativa nuestra, sino un querer de Dios. Dios nos hizo para esto, nos llama con voz suave a buscarlo, nos enseña a escucharlo y nos enseña a amar, amándonos primero. Todo lo que tiene que ver con Dios y nuestra relación con Él tiene un principio: Él nos amó primero. Muchos lo buscan sin saber que lo buscan, otros dedican grandes esfuerzos racionales por entender su misteriosa forma de actuar... pero al final de todo, es Él quien puso en nuestra alma ese deseo, como quien talla en la piedra de nuestro ser un mandamiento: «Busca mi rostro» (Sal 27,8).
El santuario de Dios es fácilmente accesible y Él mismo te sale a buscar para traerte en hombros si acaso estás perdido (Lc 15,5). No te angusties si te sientes en desventaja respecto a otros que también buscan ese rostro. Tampoco te desanimes si te sientes torpe, impuro, indigno o muy distraído para entrar en el misterio de Dios, ya que ni los más sabios lo podrán comprender del todo, ni mucho menos encerrarlo en fórmulas o libros. Aún el más pequeño o el más iletrado puede entender la ciencia de Dios, porque ella fue inscrita en cada corazón; todos somos capaces de entrar en profunda relación con Él, todos podemos hallar el santuario.
San Agustín decía a Dios: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti». En el interior de cada uno de nosotros existe esta sed de Dios, este deseo de plenitud, de satisfacción... de llegar a un lugar en el cual no sintamos más el deseo de ir a ningún otro sitio. Este lugar, donde brota esa agua que sacia para siempre la sed (Jn 4,14), es el corazón de Dios. En la mente de Dios hemos sido amados antes de ser creados y en su corazón estamos llamados a vivir. Este corazón es semejante a un santuario del cual brotan solo fuentes de abundancia, fertilidad y purificación, tal como decía el profeta: «En cualquier parte a donde llegue esta corriente, podrán vivir animales de todas clases y muchísimos peces. Porque el agua de este río convertirá el agua amarga en agua dulce, y habrá todo género de vida» (Ez 47,9). De modo que la misión que, por encima de cualquier otra, debemos emprender es entrar en este santuario y adentrarnos más en este misterio.
La puerta de este santuario no está cerrada, sino abierta por el mismo Señor. De su interior se oyen sin cesar llamados a entrar, y es así que conocemos la primera verdad del pensamiento de Dios: nunca es iniciativa nuestra, sino un querer de Dios. Dios nos hizo para esto, nos llama con voz suave a buscarlo, nos enseña a escucharlo y nos enseña a amar, amándonos primero. Todo lo que tiene que ver con Dios y nuestra relación con Él tiene un principio: Él nos amó primero. Muchos lo buscan sin saber que lo buscan, otros dedican grandes esfuerzos racionales por entender su misteriosa forma de actuar... pero al final de todo, es Él quien puso en nuestra alma ese deseo, como quien talla en la piedra de nuestro ser un mandamiento: «Busca mi rostro» (Sal 27,8).
El santuario de Dios es fácilmente accesible y Él mismo te sale a buscar para traerte en hombros si acaso estás perdido (Lc 15,5). No te angusties si te sientes en desventaja respecto a otros que también buscan ese rostro. Tampoco te desanimes si te sientes torpe, impuro, indigno o muy distraído para entrar en el misterio de Dios, ya que ni los más sabios lo podrán comprender del todo, ni mucho menos encerrarlo en fórmulas o libros. Aún el más pequeño o el más iletrado puede entender la ciencia de Dios, porque ella fue inscrita en cada corazón; todos somos capaces de entrar en profunda relación con Él, todos podemos hallar el santuario.
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Que el Señor te conceda su paz.