Has sido creado para participar de una vida divina.


Aunque creemos en un solo Dios, eso no significa que sea un dios solitario. La misma naturaleza de nuestro Creador es comunitaria y, precisamente por eso, nos ha creado para hacernos partícipes de su divinidad. Este deseo de Dios se convierte en designio y misión para cada uno de nosotros, y todo se comprende a través de este lente: si nos pide amar y servir, es para unirnos más a Él, que es el Amor. Este deseo o pensamiento, este sueño de Dios de que participemos de su vida divina, es lo que los teólogos han llamado «revelación». En palabras sencillas, Dios nos muestra (nos revela) su plan para nosotros: ser felices y plenos en Él. Por eso nos ha preparado habitaciones en su casa (Jn 14,2) y todos nosotros tenemos reservado un lugar.

Una forma torpe de explicar este misterio tan profundo es que Dios no se contentó con tener para sí mismo su propia naturaleza plena; por eso nos creó, para tener con quien compartirla. Es por eso que tener fe exige no quedársela para uno mismo; está llamada a ser comunicada a los demás. Tener fe es saberse portador de una buena noticia, de una luz que no puede ocultarse, y «nadie enciende una lámpara y la pone en un lugar escondido, ni bajo un cajón, sino en alto, para que los que entran tengan luz» (Lc 11,33). En nuestro mundo contemporáneo, se nos propone mantener nuestra fe en un lugar íntimo, casi encerrado: compartirla incluso con amigos y familiares es visto como un atentado contra la individualidad. En la lógica de Dios, no tiene sentido recibir la luz de la fe para guardarla o, peor aún, esconderla con vergüenza; hemos sido creados para participar de una vida divina y para no quedarnos con esta invitación solo para nosotros. Este es el verdadero pensamiento y designio de Dios: siéntete amado, ámate y comunica este amor divino a los demás.

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