Un pensamiento que se eleva hacia Dios.

Dios está presente en todas las cosas, no porque todas ellas sean Dios, sino porque Él es el fin último de todas ellas. Es verdad que vivimos en una gran Creación de la que incluso nosotros formamos parte, por lo que podemos decir que todo nos habla de Dios porque trae la huella de su Creador. Sin embargo, incluso las cosas de este mundo que no provienen de Dios nos remiten en última instancia a Él. El pecado, por ejemplo, que nunca fue querido por Dios y que, por el contrario, nos aleja de Él, puede ser una ocasión para redescubrir el rostro divino de la misericordia. Y así, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Todo en esta vida nos conduce a Dios y no importa a dónde vayamos, Dios está siempre cerca.

Por eso, toda acción humana es un punto de partida. Es cierto que el egoísmo, el error, la violencia y los vicios son cosas que nos alejan de Dios, quien significa todo lo contrario a estos antivalores. Pero, aun entre piedras, maleza y al borde del camino, nuestro Divino Sembrador esparce su semilla de gracia; todo terreno árido puede transformarse en tierra fértil. Así pues, si toda acción humana puede servir para emprender este camino hacia Aquél que ya está al alcance, nada mejor que un pensamiento para elevarse a la altura del cielo. El pensamiento puede ser el principio de la oración, el germen de una obra amorosa o el detonante de un gran proyecto; el pensamiento puede ser la semilla de la plenitud y la gracia, y aún la cima de la contemplación, ya que con la velocidad de un pensamiento no se precisa más que el deseo para alcanzar la meta... el pensamiento es la infancia de los sueños.

Es así como un pensamiento sobre Dios a la primera hora del día, a la última, a media jornada o en una distracción ociosa, puede ser esa chispa que ha estado necesitando nuestro espíritu para encenderse de fuego espiritual. O dicho de otro modo: un pensamiento elevado hacia Dios puede hacer que descienda el Espíritu Santo. Y el momento de empezar es ahora, porque para soñar basta con pensar, y para pensar basta con cerrar un instante los ojos de la mente y del corazón. Y sin «pensarlo demasiado», ya estamos soñando en los sueños de Dios.

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