Dios es mi Padre y la Iglesia es mi Madre.

Si hay algo que debemos tener siempre presente en nuestra relación con Dios, en la obediencia de la fe y en la misión que nos encomienda, es que nada de esto se realiza en soledad. En Dios no existe la soledad. Dios es tres personas, una comunidad dadora de vida, y por ello no es sorprendente que, en las Escrituras, algunas acciones de Dios hacia el hombre se expresen en plural (Gn 1, 26; 11, 7). Así como Dios es una comunidad, nuestra relación con Él está mediada por la comunidad de la Iglesia, que no es otra cosa que la unión con Jesús, el Hijo Único de Dios. En palabras sencillas, Dios busca relacionarse con nosotros a través de su Hijo Jesús, quien nos hizo casa de Dios al unirnos a su propio cuerpo (Hb 3,6). Al unirnos al cuerpo de Jesús, alcanzamos la salvación en la medida en que compartimos sus mismos sentimientos (Flp 2,5). Este «cuerpo» de Jesús al que nos unimos por la fe es lo que llamamos Iglesia. Ser parte del cuerpo de Jesús, ser Iglesia, es la voluntad de Dios, quien nos reunió de esta manera para que no andemos dispersos (Jn 11, 52). Dios no nos quiere dispersos, sino reunidos, porque es en la unidad, en su nombre, donde Él se hace realmente presente (Mt 18, 20).

Por tanto, decir que creemos no es solo un acto personal, sino también un acto «eclesial», un acto de la Iglesia. Si intentamos creer de forma aislada, no podemos beneficiarnos del tesoro de la fe que la Iglesia custodia, celebra y comparte. La Iglesia nos reparte diariamente el pan de la Palabra y el mismo Cuerpo de su Señor. Si ella nos alimenta y nos enseña, con razón podemos decir que la Iglesia es nuestra Madre y Maestra. A lo largo de la historia, han surgido promotores de la idea de «Jesús sí, Iglesia no», buscando vivir la fe a su manera, como un hijo rebelde que huye de casa. Sin embargo, el mismo Señor que nos da una fe común nos enseñó a comer juntos, a celebrar juntos su memoria y a cumplir juntos su misión, nunca separados. Separados y en soledad, jamás podríamos cumplir su mandamiento nuevo: «Ámense los unos a los otros. Como yo los he amado, así también ustedes deben amarse unos a otros. En esto todos conocerán que son discípulos míos: si se aman unos a otros» (Jn 13, 34-35). Negar la dimensión eclesial de la fe es como negar a uno de nuestros padres, como bien lo dijo san Cipriano: «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre». Si en Dios no hay soledad, no tiene sentido que nuestra fe en Él sea solitaria.


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