Creemos en un Dios providente, es decir, soberano en su designio. Esto significa que Él, por su poder, crea el mundo, lo ordena y lo conduce. Dios ha pensado un mundo y, en cada una de las criaturas de ese mundo, las ha creado y ordenado según su designio. Creer que Dios es providente significa creer que es «todopoderoso», porque «nada es imposible para Él» (Lc 1, 37), y también que cuida de cada una de las cosas que ha creado.
En determinado momento de la historia surgieron muchos que proponían la idea de un Dios ajeno al mundo. Según ellos, aunque existía un Dios creador, este simplemente nos creó y nada más; luego de crearnos, no hizo ni dispuso nada más, como un fabricante de autos que echa a andar su vehículo tras fabricarlo, sin nadie que lo conduzca. Los cristianos no creemos en esta suerte de «dios despreocupado»; en cambio, creemos que Dios es un Padre Creador, que por amor nos llamó a la existencia y que dispone todo para que podamos acercarnos a esa perfección de su gloria. Eso es lo que llamamos Providencia de Dios.
La mayor manifestación de esa Providencia Divina es la Encarnación del Hijo de Dios. Por amor, y porque tiene el poder de hacerlo, Dios envió a su Hijo al mundo «el cual, siendo de condición divina, no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 6-11).
Creemos en Dios Providente, que creó el mundo con poder y envió a su Hijo como Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), y a su Espíritu para conducir a todos sus hijos a la verdad plena (Jn 16, 13). Creer esto implica ver el mundo como obra del amor de Dios y nuestra propia vida como una historia de salvación en la cual Dios escribe: «Yo, tu Dios, proveeré en todas tus necesidades según mi inmensa riqueza en Cristo Jesús, mi Hijo» (Flp 4, 19).
Un juglar de Dios.
En determinado momento de la historia surgieron muchos que proponían la idea de un Dios ajeno al mundo. Según ellos, aunque existía un Dios creador, este simplemente nos creó y nada más; luego de crearnos, no hizo ni dispuso nada más, como un fabricante de autos que echa a andar su vehículo tras fabricarlo, sin nadie que lo conduzca. Los cristianos no creemos en esta suerte de «dios despreocupado»; en cambio, creemos que Dios es un Padre Creador, que por amor nos llamó a la existencia y que dispone todo para que podamos acercarnos a esa perfección de su gloria. Eso es lo que llamamos Providencia de Dios.
La mayor manifestación de esa Providencia Divina es la Encarnación del Hijo de Dios. Por amor, y porque tiene el poder de hacerlo, Dios envió a su Hijo al mundo «el cual, siendo de condición divina, no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 6-11).
Creemos en Dios Providente, que creó el mundo con poder y envió a su Hijo como Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), y a su Espíritu para conducir a todos sus hijos a la verdad plena (Jn 16, 13). Creer esto implica ver el mundo como obra del amor de Dios y nuestra propia vida como una historia de salvación en la cual Dios escribe: «Yo, tu Dios, proveeré en todas tus necesidades según mi inmensa riqueza en Cristo Jesús, mi Hijo» (Flp 4, 19).
Un juglar de Dios.
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