El misterio del Reino de Dios.

Jesús, bautizado por Juan y vencedor ante el demonio en el desierto, comenzó a predicar: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). Con estas palabras, Jesús nos revela un misterio: Dios viene a reinar. La simple presencia de Jesús ya es el Reino, presente en medio de su pueblo. Este Reino combate a otro: el de Satanás, «el príncipe de este mundo» (Jn 12, 31), que trae muerte, desolación y la esclavitud del pecado. Jesús viene a decirnos, de parte del Padre, que las puertas de este Reino del cielo, cerradas en el jardín del Edén (Gn 3, 24), han sido abiertas para todos, absolutamente todos. Basta con acoger este Reino con humildad y creer en quien lo anuncia, porque al misterio del Reino solo pueden acceder los humildes, aquellos que poseen un espíritu de desapropiación (Mt 5, 3).

Jesús proclama el Reino y lo manifiesta con signos y milagros, no solo como una forma de anticipar lo que será la plenitud de este Reino para quienes lo acojan, sino también para expresar que, así como Él es el Evangelio, la Buena Noticia, el Reino es una realidad presente en Él, el Cristo, el Ungido de Dios. De este modo, Jesús es nuestro Rey (Jn 18, 37), y quien se dispone a servirle en el amor a los hermanos formará parte de ese Reino. Esto es sumamente importante: no importa nuestra vida de pecado ni nuestras debilidades; basta con que, con humildad, pidamos al Señor que nos acoja en su Reino para ser recibidos (Lc 23, 42-43). El derecho a heredar el Reino nos lo ha ganado Jesús, y nos unimos a esta generosa herencia de Dios en nuestro bautismo, que nos hace un pueblo de reyes, según las palabras del Apóstol: «Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz. Ustedes, que antes no eran un pueblo, ahora son el Pueblo de Dios; ustedes, que antes no habían obtenido misericordia, ahora la han alcanzado» (1Pe 2, 9-10).

Quizás la parábola del Señor que mejor explica este misterio del Reino es aquella del Rey que preparó un banquete (Mt 22) y llenó la sala de comensales «buenos y malos». «Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. "Amigo", le dijo, "¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?". El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: "Átenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y desesperación". Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos» (Mt 22, 11-14). Que el acceso al Reino sea gratuito no es suficiente; es necesario que quien ha sido invitado se disponga y cambie su vestidura, es decir, que se convierta, porque dice el Señor: «si ustedes no se convierten, también ustedes morirán» (Lc 13, 3), refiriéndose a aquella muerte definitiva de la cual Él vino a salvarnos.

Un juglar de Dios.

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