Dios se revela; esto es una verdad fundamental. Al mismo tiempo, le otorga al ser humano la capacidad de responder libremente. Esta respuesta, que permite continuar el diálogo con Dios, no es otra que la obediencia de la fe. La fe es creer, confiar, acoger la verdad de Dios en el corazón y vivir según esta verdad. Dios toca a la puerta del corazón, esperando entrar en diálogo con cada uno de nosotros (Ap 3, 20). Para obedecer y creer, es necesario primero escuchar. Así, la vida cotidiana del creyente pasa necesariamente por meditar las palabras de vida que su Señor le dirige diariamente. Aún más, debe pedir estas palabras y sentir la necesidad de ellas, como quien desea el alimento material, orando como enseñó el Maestro: «Danos hoy el pan nuestro de cada día» (Mt 6, 11). Este pan es Jesús mismo, el pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 51), de cuyas palabras debemos alimentarnos, porque solo Él «tiene palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
Así pues, al igual que tomamos el pan material diariamente, el creyente debe tomar el pan de la Palabra cada día, sin dejar pasar una jornada sin alimentarse de Él. Esto es fundamental: un verdadero discípulo del Señor Jesús medita sus palabras diariamente.
¿Y cómo leer y meditar las Sagradas Escrituras? No se pueden leer como cualquier libro, de la primera página a la última, como si fuera una novela; la Palabra es la voz de Dios y espera de nosotros una respuesta. Las Escrituras se leen como quien desea entrar en diálogo con su Señor: con oído atento y pronta obediencia. La Biblia es un libro extenso, más aún, es un conjunto de libros y de otros textos que incluyen cartas, profecías, enseñanzas e historias de fe. No se puede leer a la ligera, y mucho menos en soledad; está destinada a ser iluminada por la luz apostólica de la Iglesia, tal como los apóstoles escuchaban las enseñanzas de Jesús siempre reunidos, y luego las predicaban con autoridad a los demás. Una actitud curiosa, académica o escéptica es insuficiente para sacar provecho de esta maravillosa fuente de vida; se requiere fe y la guía de la Iglesia.
Con frecuencia, aquellos que desean iniciarse en una lectura comprometida y profunda de la Escritura se enfrentan a la cuestión de por cuál libro empezar o qué orden seguir. La respuesta no puede ser más clara: hay que leer como lee la Iglesia, que cada día propone meditar el santo Evangelio, alabar a Dios con uno de los salmos y verificar la verdad de Jesús en una lectura del Antiguo o Nuevo Testamento. Si esto resulta demasiado pesado, basta con meditar, con la ayuda de un maestro, la lectura del Evangelio que la Iglesia propone para cada día. Esto es más que suficiente para entrar en diálogo con Aquel que nos llama insistentemente a permanecer unidos a Él en el amor.
Algunos podrían pensar que esto no satisface su "hambre" de estudiar la Escritura con más profundidad, menospreciando la disciplina y dedicación que requiere hacerlo diariamente, evitando la tentación del entusiasmo pasajero, de las preocupaciones de este mundo o de la falta de perseverancia. A ellos, y a todo aquel que desee adentrarse en el misterio de Dios, recuerden las palabras del apóstol: «Por eso, desechen toda inmundicia y abundancia de mal y reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes, que es capaz de salvar sus almas. Pongan por obra la Palabra y no se contenten solo con oírla, engañándose a ustedes mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ese se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero luego se va y se olvida de cómo es. En cambio, el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor de ella, ese, practicándola, será feliz» (St 1, 21-25).
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