Eterna comunicación de amor.

Nuestra fe y religión cristiana es comúnmente llamada la «religión del amor». Esto se debe a que creemos que Dios es amor: «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). De hecho, la misma naturaleza trinitaria de Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— se explica por el amor. Jesús nos ha revelado que Dios es Padre, y este Padre «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Dios nos revela que es amor, que nos ama infinitamente y que, por amor, su Hijo se hizo hombre y obró la salvación de la naturaleza humana. Este mismo Amor es quien hace descender el don del Espíritu Santo, verdadero «fuego de amor». La dinámica de la Trinidad es el amor, y el mandamiento nuevo que nos entrega en Jesús no es otro sino amar: amar a Dios y al prójimo, según las palabras del Apóstol: «Hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,21).

El amor es la identidad del cristiano; es la forma de manifestar que somos realmente imagen y semejanza del Dios que es amor. Quien ama y busca el amor auténtico, aunque no tenga fe, no tardará en encontrarse con el Dios que es Amor. En consecuencia, un creyente debe revisar constantemente todas sus actitudes con la guía o la mirada del amor. El amor es el criterio final, el verdadero valor de referencia para examinar nuestra conciencia, el peso de nuestras acciones y la motivación de todos nuestros proyectos. También podemos examinar, cambiando un poco la perspectiva, cuál es nuestra definición de amor, y así profundizar mucho más en la imagen que tenemos de Dios. Esta visión, siempre imperfecta —pues el amor de Dios es un misterio, el de su ser—, se purifica diariamente mediante esas fuentes que fortalecen la fe: la oración y la escucha de la Palabra de Dios. Y sobre todo, el amor se perfecciona amando, sin dejar de intentar amar. Nada es más contrario al espíritu cristiano que «rendirse» en el amor, dejar de creer en el poder transformador de amar y sentirse amado. Amar radicalmente es un acto heroico; requiere de la misma fuerza del Espíritu Santo, implica un camino de sacrificio y, muchas veces, de dolor, pero conduce necesariamente al camino de Dios. Como decía C.S. Lewis: «No hay inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza, y posiblemente se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará; no se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa a la tragedia, o al menos al riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del Cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el Infierno».


Comentarios