Fides quaerens intellectum.

Los antiguos decían: «la fe busca entender». Es decir, aquello que creemos y obedecemos (las divinas palabras de Dios) busca ser profundizado y aclarado, aunque nunca será completamente agotado. Dios es un océano, y nosotros, un niño que lo contempla. Algún día ese niño será un adulto y podrá aprender durante muchos años el oficio del navegante o del científico que explora las profundidades del océano; podrá nadar como un atleta o aprender de muchos libros y maestros... pero nunca llegará a comprender totalmente el misterio del inmenso océano que tiene frente a sí. Sin embargo, busca entenderlo con la humildad y el respeto de quien se sabe enfrentado a algo que lo supera, que es más fuerte y mucho más complejo que su propia imaginación.

De este modo, el creyente puede (y muchas veces debe) buscar razones en lo que cree, en la manera en la que lo cree, y madurarlo en su vida cotidiana. No se puede creer en Dios «porque sí», porque así nos lo enseñaron los mayores, o porque es la costumbre que nos fue inculcada. Decir verdades tan preciosas como que «Dios es amor» o que Jesús es nuestro divino Señor y Salvador no puede hacerse a la ligera, como quien se adhiere a un acuerdo que no comprende o firma un contrato sin leer. El creyente debe procurar alimentar cada día esta sed de razón, de adentrarse en el misterio de la fe, sin olvidar que sigue siendo un misterio: algo que trasciende, que va más allá de nuestra limitada comprensión humana, y ante el cual debemos presentarnos con la humildad de quien no presume de saber nada de Dios, sino que está dispuesto a ser enseñado por Él. Como dijo san Agustín: «si lo comprendes, no es Dios. Tocar en alguna medida a Dios con la mente es una gran dicha; en cambio, comprenderlo es absolutamente imposible» (Serm. 117).

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