Un principio importante en nuestra relación con Dios es el siguiente: todo lo bueno que tienes lo has recibido de Él. Dios te dio la vida para compartirla con Él, te concedió la fe para que respondas a su llamado y te otorgó la capacidad de conocerlo y amarlo. Si lo has recibido todo, es porque nada te pertenece y no puedes apropiarte de nada; debes compartirlo con los demás: el amor, la fe, la vida y tu capacidad de servir.
De muchas maneras, la historia humana con Dios es como un gran edificio cimentado en la fe de nuestros padres (aquellos que creyeron antes que nosotros) y que nosotros entregaremos para que otros construyan más allá de nosotros. O como unos marineros que, después de navegar por el mundo, entregan el barco y sus tesoros a nuevos navegantes que apenas comienzan un nuevo rumbo.
¿Qué cosas entregamos que en su momento recibimos? ¿Cuál es ese inventario de la fe, ese edificio, ese barco? Ese edificio y ese barco es lo que llamamos Iglesia, y ese inventario no es otra cosa que la tradición de las divinas palabras de nuestros antepasados en la fe y del mismo Señor Jesús, la verdadera Palabra de Dios. Meditándolo un poco, ¡es un gran tesoro! Dios nos entrega como un gran depósito de la fe a su propio Hijo como la Palabra definitiva de salvación, la tradición de sus apóstoles, la historia de fe de aquellos que se hicieron discípulos, la autoridad de quienes vivieron con radicalidad el Evangelio, la experiencia de la Iglesia en las distintas épocas, las vivencias de quienes te educaron en la fe en tu propia familia... y en todo esto, guiados por una gran carta de navegación, el plano de los edificios, las enseñanzas divinas puestas por escrito: las Sagradas Escrituras. Estas son el tesoro, el apoyo y la fuerza de la vida de los creyentes, firmeza de la fe y «lámpara para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Sin ellas, el tesoro de nuestra fe está incompleto; «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (San Jerónimo). La Palabra de Dios fue escrita para nuestra salvación y nos ha sido legada como un tesoro espiritual. Nos corresponde aceptar este legado con gratitud y respetarlo como la autoridad de nuestra fe.
De muchas maneras, la historia humana con Dios es como un gran edificio cimentado en la fe de nuestros padres (aquellos que creyeron antes que nosotros) y que nosotros entregaremos para que otros construyan más allá de nosotros. O como unos marineros que, después de navegar por el mundo, entregan el barco y sus tesoros a nuevos navegantes que apenas comienzan un nuevo rumbo.
¿Qué cosas entregamos que en su momento recibimos? ¿Cuál es ese inventario de la fe, ese edificio, ese barco? Ese edificio y ese barco es lo que llamamos Iglesia, y ese inventario no es otra cosa que la tradición de las divinas palabras de nuestros antepasados en la fe y del mismo Señor Jesús, la verdadera Palabra de Dios. Meditándolo un poco, ¡es un gran tesoro! Dios nos entrega como un gran depósito de la fe a su propio Hijo como la Palabra definitiva de salvación, la tradición de sus apóstoles, la historia de fe de aquellos que se hicieron discípulos, la autoridad de quienes vivieron con radicalidad el Evangelio, la experiencia de la Iglesia en las distintas épocas, las vivencias de quienes te educaron en la fe en tu propia familia... y en todo esto, guiados por una gran carta de navegación, el plano de los edificios, las enseñanzas divinas puestas por escrito: las Sagradas Escrituras. Estas son el tesoro, el apoyo y la fuerza de la vida de los creyentes, firmeza de la fe y «lámpara para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Sin ellas, el tesoro de nuestra fe está incompleto; «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (San Jerónimo). La Palabra de Dios fue escrita para nuestra salvación y nos ha sido legada como un tesoro espiritual. Nos corresponde aceptar este legado con gratitud y respetarlo como la autoridad de nuestra fe.
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Que el Señor te conceda su paz.