El Apóstol dice: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino que proclamamos a Cristo Jesús como Señor; y nosotros somos sus servidores por causa de Jesús» (2Co 4, 5). Una parte esencial de ser cristianos consiste en reconocer a Jesús como Señor, es decir, como poseedor de la soberanía divina y del poder de Dios, porque creemos que «verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Si Jesús es Señor, significa que tiene poder y primacía tanto sobre el mundo invisible (Hb 1, 6) como sobre el mundo visible (Flp 2, 11). Es Señor de la naturaleza y de los elementos, porque «hasta el viento y el mar le obedecen» (Mc 4, 41), y somete a los demonios, quienes le temen y obedecen (Lc 4, 35). Con su muerte y resurrección, Jesús demuestra su poder sobre el pecado y la muerte misma, derrotando para siempre a los enemigos de la humanidad. «En todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó. Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las potestades, ni lo presente ni lo futuro, ni las fuerzas espirituales, sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 37-39).
¡Qué oportuno es recordar esta gran verdad! Jesús es nuestro Señor. Es el Señor del mundo y de nuestra historia; nuestra vida descansa en sus manos. Ante el Señor, nuestro lugar no puede ser otro que el de servidores y amigos suyos: servidores, porque nos sometemos a su señorío sobre nuestras vidas; amigos, porque nos amamos como Él nos mandó (Jn 15, 14). Reconocer a Jesús como nuestro Señor implica que nuestra inteligencia, voluntad y capacidad de obrar el bien se someten a su Providencia. Reconocer el señorío de Jesús es nuestro descanso, porque caminamos y obramos conforme a su voluntad, seguros de que Él es el Camino, y que lejos de Él nada podemos hacer (Jn 15, 5). Más aún, en esta verdad debe fundamentarse nuestra vida de oración y alabanza al Padre, ya que Él mismo ha dispuesto que nuestra oración y toda nuestra existencia estén ordenadas en Jesucristo, Señor del Universo. Esta ha sido siempre la intuición de la Iglesia, que ora al Padre en el Espíritu Santo «por Jesucristo, nuestro Señor» y nos invita constantemente a clamar «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). A Él debemos dedicar nuestros pensamientos y palabras, y consagrar todas nuestras obras, porque «de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. ¡Amén!» (Rm 11, 36).
Un juglar de Dios.
¡Qué oportuno es recordar esta gran verdad! Jesús es nuestro Señor. Es el Señor del mundo y de nuestra historia; nuestra vida descansa en sus manos. Ante el Señor, nuestro lugar no puede ser otro que el de servidores y amigos suyos: servidores, porque nos sometemos a su señorío sobre nuestras vidas; amigos, porque nos amamos como Él nos mandó (Jn 15, 14). Reconocer a Jesús como nuestro Señor implica que nuestra inteligencia, voluntad y capacidad de obrar el bien se someten a su Providencia. Reconocer el señorío de Jesús es nuestro descanso, porque caminamos y obramos conforme a su voluntad, seguros de que Él es el Camino, y que lejos de Él nada podemos hacer (Jn 15, 5). Más aún, en esta verdad debe fundamentarse nuestra vida de oración y alabanza al Padre, ya que Él mismo ha dispuesto que nuestra oración y toda nuestra existencia estén ordenadas en Jesucristo, Señor del Universo. Esta ha sido siempre la intuición de la Iglesia, que ora al Padre en el Espíritu Santo «por Jesucristo, nuestro Señor» y nos invita constantemente a clamar «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). A Él debemos dedicar nuestros pensamientos y palabras, y consagrar todas nuestras obras, porque «de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. ¡Amén!» (Rm 11, 36).
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.