La fortaleza se muestra en la debilidad.

El misterio del nacimiento y la infancia de Jesús nos revela cómo Dios traza un camino que desafía la lógica humana. Como ya lo anunciaba el profeta: «Porque mis pensamientos no son los de ustedes, ni sus caminos son los míos, dice el Señor. Así como el cielo está más alto que la tierra, así mis caminos y mis pensamientos son más elevados que los de ustedes» (Is 55, 8-9). Así, aquel que fue esperado por siglos, anunciado por los profetas y heredero del trono de Israel, llega como un niño frágil, nacido en medio de carencias, reconocido por humildes pastores y perseguido a muerte por las autoridades de su propio pueblo. Aquel llamado a «gobernar a todas las naciones con vara de hierro» (Ap 12, 5) es un niño pequeño, casi invisible entre los poderes del mundo, criado en el anonimato de un pueblo perdido en la región de Galilea, lejos de la ciudad del Rey. La gloria del Dios todopoderoso se manifiesta en la forma más frágil de la humanidad: la de un recién nacido que, sin embargo, ha sido destinado a ser «luz de las naciones y gloria de su pueblo» (Lc 2, 32). Que el Fuerte, el Rey del mundo y Señor del universo se manifieste de esta manera no es una contradicción ni un imposible: es un misterio. Es la lógica de Dios, quien escribe su proyecto de salvación con una sabiduría que escapa a la comprensión de sus criaturas. El misterio de un Dios que se hace niño es una invitación a la adoración, a un profundo recogimiento ante Dios, quien se revela de formas misteriosas y espera de los hombres una obediencia en la fe, un corazón humilde y dispuesto a ser guiado en el verdadero camino de la salvación.

El Apóstol nos enseña: «El Señor me dijo: "Te basta mi gracia; mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad". Por lo tanto, con mayor gusto me gloriaré en mis debilidades, para que repose sobre mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis debilidades, en insultos, en necesidades, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Co 12, 9-10). Meditar en el misterio del nacimiento e infancia de Jesús nos recuerda que Dios obra de formas que no podemos imaginar, glorificándose precisamente en aquello que puede parecer débil, despreciable o descartable. Reconocer que nuestra fortaleza está en el Señor es admitir nuestra necesidad de Él; somos del Señor. Y si somos del Señor, no deben desanimarnos los fracasos, las fragilidades de nuestro ser, ni tampoco nuestro pecado; todas estas son ocasiones para que sea glorificado Aquel que «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).

Un juglar de Dios.

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