La historia de una prueba.

Antes de la creación del ser humano, Dios hizo la luz (Gn 1, 3). Sin embargo, antes de que cualquier luz o cosa del mundo visible fuera creada, primero hizo el mundo invisible, habitado por sus ángeles. Estos seres fueron dotados de inteligencia y voluntad en un grado muy superior al nuestro, ya que no experimentan las limitaciones del mundo material, limitaciones que a veces se sienten como un destierro, «pues caminamos en la fe y no en la visión» (2 Cor 5, 6).

En la historia de este mundo invisible, Dios no concedió inmediatamente la visión plena de su rostro. Al igual que nosotros en este mundo, los ángeles inicialmente no veían a Dios en toda su plenitud; podían conocerlo intelectualmente y disfrutar de su gracia, pero no lo veían con total claridad. Esta visión plena es lo que los teólogos llaman «visión beatífica» o visión dichosa, porque ver a Dios cara a cara solo puede producir gratitud y felicidad. Sin embargo, antes de acceder a ella, los ángeles fueron sometidos a una prueba.

La prueba es un don de Dios, ya que implica la libertad de buscar su rostro y cultivar las virtudes, especialmente la fe. La fe es creer en lo que no hemos visto; se alimenta buscando más intensamente a Dios en la oración y en la escucha atenta de sus palabras. Cuando se tiene la visión de Dios, no hay oportunidad (ni libertad) para cultivar la fe; por eso los ángeles fueron sometidos a la prueba: debían tener la libertad de elegir amar a Dios o, por el contrario, decidir no hacerlo. Aquellos espíritus que eligieron voluntariamente crecer en las virtudes buscando a Dios fueron recompensados con la visión de Dios. Aquellos que prefirieron vivir al margen de la ley divina recibieron de Dios el deseo de vivir alejados de Él, deformando su inteligencia y su voluntad al optar por el mal. Estos últimos son los que llamamos demonios.

La prueba de los ángeles también consistió en un enfrentamiento entre aquellos que optaron por Dios y aquellos que no. Unos buscaban atraer a los demonios hacia Dios, mientras que los otros intentaban corromper a los ángeles. Esta prueba es narrada por la Escritura: «Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él» (Ap 12, 7-9).

Los demonios, aquellos que eligieron no solo vivir al margen de la ley de Dios, sino que también veían en Él un obstáculo para su deseo de no obedecer ni servir a nadie, como hacen los ángeles que están al servicio de Dios, decidieron también odiar a Dios y oponerse a su plan, a su voluntad. Y entonces, Dios creó el mundo visible y, con él, a los seres humanos. El ser humano, creado perfecto al igual que los ángeles al principio, fue sometido a la prueba de elegir en libertad amar a Dios o rechazarlo, con la diferencia de que el hombre era menos perfecto y estaba sujeto a las limitaciones del mundo material. Además, el hombre fue sometido a la seducción de aquellos ángeles caídos que deseaban arrastrar a más criaturas de Dios a su miseria. Y así, el hombre también cayó.

Pero, consciente de la limitación humana, Dios envió un rescate: nada más y nada menos que a su propio Hijo, encarnado en un ser humano. La ira de los demonios alcanzó su punto máximo, porque Dios, a quien odiaban, asumió una naturaleza inferior a la de ellos por amor. Odiaban esa manera de actuar de Dios, odiaban que Dios amara, y ahora odiaban aún más a los seres humanos porque Dios los amaba «hasta el extremo» (Jn 13,1).

Aunque el tiempo de prueba de los ángeles y demonios ya terminó, el tiempo de prueba del hombre continúa. La prueba es un don; ni siquiera Jesús escapó a la tentación (Mc 1, 13) y ella es una muestra de la bondad de Dios. «Por esto estén alegres, aunque por un tiempo tengan que ser afligidos con varias pruebas. Si el oro debe ser probado pasando por el fuego, y es sólo cosa pasajera, con mayor razón su fe, que vale mucho más. Esta prueba les merecerá alabanza, honor y gloria el día en que se manifieste Cristo Jesús. Ustedes lo aman sin haberlo visto; ahora creen en él sin verlo, y nadie sabría expresar su alegría celestial al tener ya ahora eso mismo que pretende la fe, la salvación de sus almas» (1 Pe 1, 6-9).

Así pues, la prueba que ya experimentó el mundo invisible, la experimentamos ahora en el mundo visible. Ella es un don de libertad: libertad para responder al amor de Dios con más amor, o libertad para alejarnos de Él y rechazar su mandamiento de amar. La prueba fortalece el amor, porque solo el amor libre es verdadero amor. Por ello, debemos acoger las palabras del Apóstol cuando nos dice: «Dios, de quien procede toda gracia, los ha llamado en Cristo para que compartan su gloria eterna, y ahora deja que sufran por un tiempo con el fin de amoldarlos, afirmarlos, hacerlos fuertes y ponerlos en su lugar definitivo. Gloria a Él por los siglos de los siglos. Amén» (1 Pe 5, 10-11).

Un juglar de Dios.

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