Mi corazón arde por ti


Teresa de Jesús vivió un día una experiencia mística de profundo impacto espiritual: un ángel, con una señal de fuego, hundió una lanza en su corazón, provocando un ardor tan intenso que la unió fervientemente a Dios y a su voluntad. Desde entonces, no quiso conformarse con nada menos. Cuando uno prueba o conoce algo maravilloso, nada menos puede volver a deslumbrarlo. De la misma manera, un corazón que se encuentra genuinamente con Dios ya no encuentra satisfacción en nada ni en nadie de este mundo, como si su nivel de exigencia se hubiera elevado. Para Teresa, esto significó vivir bajo un lema: «Mi Amado es para mí, y yo soy para mi Amado».

Una experiencia similar vivieron dos discípulos que conocieron y experimentaron a Jesús. Después de su muerte, decepcionados, regresaron a su pueblo y a su antigua vida. Pero nada sería igual ni comparable a haber experimentado a Jesús. ¿Qué maestro de este mundo podría superar al Maestro que pronunciaba palabras de vida eterna? ¿Qué alegría podría ser superior a degustar, ya en la tierra, un anticipo del paraíso? ¿Quién podría enseñarnos un amor más perfecto que aquel que es el Amor en persona?

Estos dos discípulos volvieron a encontrarse con Jesús y, al escucharlo, sintieron nuevamente que sus corazones ardían (Lc 24,32). Así, regresaron al grupo de los discípulos para cumplir la misión que, desde el principio, los había entusiasmado y hecho vibrar en lo más profundo del corazón. No se puede huir de este éxtasis, de esta paz que produce en el alma el haberse encontrado con el amor de Dios. Ya lo atestiguaba el profeta cuando dijo: «Por eso decidí no recordar más al Señor ni hablar más en su nombre, pero sentía en mí algo así como un fuego ardiente aprisionado en mis huesos, y aunque trataba de apagarlo, no podía» (Jr 20, 9). Y es que «¿quién apagará el amor? Ni las aguas embravecidas, ni los torrentes podrán ahogarlo. Si alguien quisiera comprar el amor con todo lo que posee en su casa, solo conseguiría desprecio» (Ct 8, 7).

El amor es un tesoro; hallarlo es un encuentro dichoso, y abrazarlo es exclamar, como Francisco de Asís: «Tú eres toda nuestra riqueza y satisfacción». Mucho se dice sobre la necesidad de que los cristianos velen por que esa llama del amor no se apague jamás. Sin embargo, aun si ese altar se apagara y se destruyera, aun si cayera agua sobre la leña y hubiera mucha humedad, Dios todavía puede encender un fuego capaz de transformarlo todo (1R 18,38). Solo basta invocar al fuego del amor de Dios, al Espíritu Santo, que puede dar calor incluso en el hielo más sólido e iluminar hasta la caverna más profunda del corazón. No hay abismo ni oscuridad en tu corazón que Dios no pueda iluminar, ni puedes caer tan bajo que su mano no pueda rescatarte; «nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37). Con el Señor siempre es posible un reencuentro, un redescubrimiento, una renovación, porque Él «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

Un juglar de Dios.

Comentarios