Nuestro padre y nuestra madre en la fe.
La obediencia que conlleva la fe ha sido atestiguada en muchos hombres y mujeres a lo largo de toda la historia de la humanidad y su relación con Dios, esa hermosa historia que llamamos con toda razón «historia de la salvación». La historia de la salvación es la historia de Dios, quien, amando tanto a quienes creó, trazó un camino de libertad y rescate para aquellos que adoptó como hijos, haciéndolos herederos de su gloria. Aceptamos esta herencia mediante la obediencia que nace de la fe en la verdad de Dios.
Y Dios le habló a un hombre anciano, sin hijos y con una esposa estéril, y le mandó ir en busca de un tesoro: hijos en abundancia y una tierra fértil donde pudieran vivir. Este hombre, llamado Abraham, que tenía entonces 75 años de edad (Gn 12, 4), salió de su casa con los suyos, con la plena convicción de que Dios, que es la verdad, le manifestaba la verdad. Y, a pesar de que pasaron muchos años sin que tuviera hijos, permaneció firme en su fe en la promesa de Dios (Gn 15, 6), y a los 100 años de edad tuvo un hijo, en cuyo nombre se engendró luego el pueblo santo de Dios. Este pueblo fue el cumplimiento de la promesa, y por ello reconocemos en Abraham al «padre de todos los creyentes» (Rm 4, 11.18).
Y, como si esto fuera poco, en la plenitud de los tiempos, Dios le habló a una mujer llamada María, joven y doncella, y le comunicó por medio de su mensajero que ella sería la madre del Salvador del mundo, Aquel que venía a rescatar a aquellos que habían perdido en el horizonte de sus vidas la posibilidad de heredar esa gloria prometida, reuniendo a los hijos dispersos (Jn 11, 52). Aquello implicaba exponerse al repudio de su prometido, renunciar a su proyecto de vida, huir de su país, recibir la aceptación unos y enfrentar el rechazo mortal de otros. Una gestación milagrosa para dar a luz a Aquel que es la luz del mundo (Jn 1, 4). Y ante todo esto, ella exclamó: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Sobre este «hágase» se obró el milagro. Sobre esa fe se engendró el objeto de nuestra fe. Ella nos dio a su Hijo, y este Hijo a su vez nos hizo hijos del Padre del Cielo, y por lo tanto, herederos de la gloria. La fe de Abraham nos hizo herederos del mundo (Rm 4, 13), y la fe de María nos hizo herederos de una promesa nueva: ser salvados en la esperanza (Rm 8, 24) de que Dios nunca abandona a sus hijos.
La obediencia que conlleva la fe ha sido atestiguada en muchos hombres y mujeres a lo largo de toda la historia de la humanidad y su relación con Dios, esa hermosa historia que llamamos con toda razón «historia de la salvación». La historia de la salvación es la historia de Dios, quien, amando tanto a quienes creó, trazó un camino de libertad y rescate para aquellos que adoptó como hijos, haciéndolos herederos de su gloria. Aceptamos esta herencia mediante la obediencia que nace de la fe en la verdad de Dios.
Y Dios le habló a un hombre anciano, sin hijos y con una esposa estéril, y le mandó ir en busca de un tesoro: hijos en abundancia y una tierra fértil donde pudieran vivir. Este hombre, llamado Abraham, que tenía entonces 75 años de edad (Gn 12, 4), salió de su casa con los suyos, con la plena convicción de que Dios, que es la verdad, le manifestaba la verdad. Y, a pesar de que pasaron muchos años sin que tuviera hijos, permaneció firme en su fe en la promesa de Dios (Gn 15, 6), y a los 100 años de edad tuvo un hijo, en cuyo nombre se engendró luego el pueblo santo de Dios. Este pueblo fue el cumplimiento de la promesa, y por ello reconocemos en Abraham al «padre de todos los creyentes» (Rm 4, 11.18).
Y, como si esto fuera poco, en la plenitud de los tiempos, Dios le habló a una mujer llamada María, joven y doncella, y le comunicó por medio de su mensajero que ella sería la madre del Salvador del mundo, Aquel que venía a rescatar a aquellos que habían perdido en el horizonte de sus vidas la posibilidad de heredar esa gloria prometida, reuniendo a los hijos dispersos (Jn 11, 52). Aquello implicaba exponerse al repudio de su prometido, renunciar a su proyecto de vida, huir de su país, recibir la aceptación unos y enfrentar el rechazo mortal de otros. Una gestación milagrosa para dar a luz a Aquel que es la luz del mundo (Jn 1, 4). Y ante todo esto, ella exclamó: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Sobre este «hágase» se obró el milagro. Sobre esa fe se engendró el objeto de nuestra fe. Ella nos dio a su Hijo, y este Hijo a su vez nos hizo hijos del Padre del Cielo, y por lo tanto, herederos de la gloria. La fe de Abraham nos hizo herederos del mundo (Rm 4, 13), y la fe de María nos hizo herederos de una promesa nueva: ser salvados en la esperanza (Rm 8, 24) de que Dios nunca abandona a sus hijos.
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