El mayor tesoro de la Iglesia es Dios mismo, quien se ha revelado en Jesús como la Palabra definitiva del Padre. A través de Él, descubrimos que Dios tiene un rostro de Padre y que estamos invitados a compartir su gloria en su Reino. El tesoro de quien busca a Dios es la certeza de que puede encontrarlo (Mt 7,8). La máxima bondad de Dios hacia aquellos que elevan su pensamiento hacia Él es esta gran verdad: Dios ha hablado, Dios habla y Dios seguirá hablando por los siglos venideros.
Hasta aquí, parece no haber grandes diferencias entre los cristianos de todas las denominaciones. Sin embargo, pueden surgir dudas cuando nos preguntamos: ¿dónde habla Dios hoy? ¿Dónde podemos encontrarlo? La respuesta parece obvia: lo encontramos en las Sagradas Escrituras, en las cuales sabemos que se nos revela la verdad, porque Dios mismo es su autor. No obstante, Dios no se limita a un libro, y nuestra religión no es una «religión del libro»; la nuestra es una religión de la Palabra de Dios, que podemos oír no solo en el libro sagrado, sino también ver cómo cobra vida cuando es proclamada, meditada por los creyentes, celebrada en la Iglesia y evidenciada en los signos de los tiempos.
Los «signos de los tiempos» son todos aquellos acontecimientos, realidades e incluso personas que podemos observar en nuestro entorno y que merecen ser interpretados, según las palabras del Señor: «Cuando ven que una nube se levanta en el occidente, dicen enseguida: "Va a llover", y así sucede. Y cuando sopla el sur, dicen: "Hará calor", y así sucede. ¡Hipócritas! Saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no saben interpretar este tiempo?» (Lc 12, 54-56). En ellos también nos habla Dios.
Aun así, sabiendo que Dios no ha dejado de hablar al ser humano y que lo hace de muchas maneras, todas ellas podrían confundirnos si no navegamos con aquel mapa que son las Sagradas Escrituras. Estas ocupan un lugar privilegiado en la tradición de la Iglesia y también deben ocupar un lugar central en la vida cotidiana de todo creyente. Este tesoro que llamamos Biblia o Sagradas Escrituras solo puede ser valorado si se conoce, porque nadie ama lo que no conoce, y no se puede conocer si no se lee, medita y practica diariamente. No es posible ser creyente sin meditar en la Escritura, de la misma manera que no se puede llamar discípulo de Jesús a quien no siente una necesidad urgente de escuchar las dulces palabras del Señor a diario, «porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21).
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