Una pregunta inevitable.

Dios es todopoderoso y providente; «Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo» (Ecl 3,11) y «hace alternar los tiempos y las estaciones» (Dn 2,21), y todo lo hace por amor, que es la naturaleza de su ser y su voluntad. Sin embargo, el mal existe en el mundo. Creer en un Dios amoroso, poderoso, bondadoso y cuidadoso de todas sus criaturas nos confronta inevitablemente con la cuestión del mal, del dolor y de la muerte como la mayor consecuencia del mal. No es sano evadir esta pregunta, ni mucho menos renunciar a plantearla ante Dios.

La Escritura está llena de hombres y mujeres que hoy consideramos justos y santos, quienes confrontaron a Dios con la pregunta sobre el mal. Así lo hizo Gedeón, el juez, cuando, al recibir el saludo «El Señor esté contigo» de un ángel, respondió: «Perdón, señor, pero si el Señor está con nosotros, ¿por qué nos sucede todo esto? ¿Dónde están todas esas maravillas que nos contaron nuestros padres, cuando nos decían: ‘El Señor nos hizo subir de Egipto’? Pero ahora Él nos ha desamparado y nos ha entregado en manos del enemigo» (Jue 6,13). También Marta cuestionó al Señor cuando tardó en llegar a Betania y Lázaro ya había muerto (Jn 11,21).

Es válido preguntarle a Dios por qué existe el mal en el mundo. No obstante, el mismo testimonio de la Escritura, comenzando por Gedeón y Marta, nos invita a hacer estas preguntas desde la fe. Cuestionar sin fe es como interrogar a quien sabemos que no tiene respuesta. Dirigir a Dios esta dolorosa pregunta solo tiene sentido si creemos que obtendremos una respuesta que pueda darle sentido a lo que parece no tenerlo.

La Palabra de Dios es clara al afirmar que todos los males del mundo entraron por el mayor de los males: el pecado. Y el pecado surge de un abuso de la libertad que, por amor, Dios nos da. Sin embargo, la pregunta sigue sin ser contestada satisfactoriamente: ¿por qué Dios permite el mal? ¿Por qué parece no responder a nuestras preguntas y súplicas por el fin del mal en el mundo?

La respuesta de Dios a la cuestión del mal, y también su forma de combatirlo en el mundo, está en la persona de Jesús, hecho hombre para levantar a la humanidad desahuciada por el mal del pecado y elevarla a la gloria de Dios. Es Jesús quien «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Como dice el Apóstol: «Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo —¡ustedes han sido salvados gratuitamente!—» (Ef 2,4-5).

Si el pecado es el mayor de los males, trayendo consigo la muerte, Dios envía a su Hijo en nuestro rescate, restaurando la gloria a la cual estábamos destinados a vivir desde un principio. En Jesús «no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó» (Ap 21,4). Es a la luz del misterio de Jesús, quien, siendo Hijo de Dios, fue muerto por el pecado del hombre (siendo este el mayor de todos los males y crímenes de la humanidad), y quien al resucitar nos trae el mayor de todos los bienes (la glorificación y salvación eterna), que podemos encontrar una certeza: Dios permite el mal solo porque es capaz de sacar de él un bien mucho mayor. Y en esta lógica misteriosa de Dios, podemos descubrir que ni el pecado, ni la muerte, ni ningún otro mal de este mundo es obstáculo para la realización de la voluntad de Dios, que es nuestra salvación y felicidad, porque «nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida» (2 Cor 4,17). Jesús es la respuesta de Dios al ser humano que sufre y no encuentra sentido al dolor; en Él se revela la certeza de que Dios nos ama inmensamente.

Un juglar de Dios.

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