Una santidad oculta.

Los evangelios concuerdan en guardar silencio sobre un periodo de la vida de Jesús: desde sus doce años, cuando fue hallado en el Templo entre los doctores (Lc 2, 46), hasta el inicio de su misión a los treinta años (Lc 3, 23). La tradición de la Iglesia ha denominado a este periodo la «vida oculta» de Jesús, pues en ese tiempo Él «permanece en el silencio de una existencia ordinaria». Este lapso, que transcurre entre su adolescencia y la juventud, se caracteriza por una vida esencialmente familiar, junto a su Madre, María, y José, su padre legal. La vida oculta de Jesús fue un tiempo de santidad, como lo afirma el Evangelista: «Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).

A lo largo de los siglos, algunos han propuesto diversas teorías sobre este periodo, abarcando desde una vida temprana llena de grandes milagros hasta extensos viajes en busca de un supuesto aprendizaje espiritual. Sin embargo, la Palabra de Dios es clara al afirmar que Jesús vivió durante esos años en Nazaret, sujeto por la obediencia filial a sus padres (Lc 2, 51), en la sencillez del trabajo, la oración y el amor familiar.

Este aspecto de la vida de Jesús es fundamental en la meditación cristiana, pues nos enseña que la santidad de Cristo no comenzó con su bautismo, sino que se fue forjando con firmeza a lo largo de su vida virtuosa. El Jesús que pasaba noches enteras en vigilia de oración (Lc 6, 12) no surgió de la nada; fueron muchos años de cultivar la virtud de la oración, una virtud que solo crece en el recogimiento interior y en una disposición exterior que se nutren en el silencio y la contemplación. Jesús también aprendió la obediencia al Padre, aquella que lo llevó sin titubear hasta la cruz, mediante la práctica de la obediencia con sus padres. La fortaleza humana del Mesías se forjó con esfuerzo, sometiendo plenamente su voluntad humana a la voluntad divina del Hijo de Dios.

La santidad, tal como nos la enseña el Señor, se construye poco a poco, en lo escondido y humilde, en un ambiente propicio para el florecimiento de las virtudes. La santidad no surge de manera explosiva; quien experimenta una «santidad repentina» no perdura en ella, pues «oye la Palabra y en seguida la recibe con alegría. En él, sin embargo, no hay raíces, sino que es inconstante. Apenas sobreviene alguna contrariedad o persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se viene abajo» (Mt 13, 20-21).

La vida oculta de Jesús nos enseña que la comunión perfecta con el pensamiento de Dios, alcanzada en la verdadera oración continua, es un proceso gradual, como la semilla que germina y madura en silencio, produciendo fruto «unos el ciento, otros el sesenta y otros el treinta por uno» (Mt 13, 8). Para llegar a esta cima, se debe dar el primer pequeño paso, seguido de un segundo, y así sucesivamente, con perseverancia. Por ello, «hagamos el bien sin desanimarnos, que a su debido tiempo cosecharemos si somos constantes» (Gal 6, 9).

Un juglar de Dios.

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