En el Evangelio, escuchamos a Jesús decir: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24). Naturalmente, Jesús no se refiere a una cruz de madera que debamos llevar sobre nuestros hombros, sino que utiliza esta expresión de manera figurada para exponer el significado de «cargar la cruz». Es algo que Él efectivamente hará en su Pasión, pero con un sentido de entrega, de sacrificio y de reconciliación. Por tanto, conviene profundizar en lo que realmente significa «cargar la cruz», ya que podemos caer en muchos errores si no meditamos adecuadamente sobre este misterio. La cruz es un misterio que merece ser meditado largamente y, ojalá, todo el tiempo; no en vano es una costumbre muy cristiana adornar con cruces las aulas, las casas, las calles y hasta nuestros cuerpos. Debemos comprender qué cargamos cuando decimos que llevamos una cruz.
Es común escuchar a personas devotas decir: «Mi esposo es mi cruz», «Mis padres son mi cruz», «Este empleo es mi cruz», o incluso «Este defecto es mi cruz», como si la cruz fuera la persona que libremente escogimos como compañero, o el trabajo como si estuviera inevitablemente ligado al sufrimiento, o como si la familia y sus defectos (o los nuestros) representaran el sentido que el Señor quiso dar a la cruz. La cruz es algo mucho más profundo que un desafío a nuestra paciencia o una tentación; algunos consagrados piensan erróneamente que la cruz se refiere al celibato y a sus votos religiosos. La cruz no es un castigo o una carga impuesta; Jesús no aceptó su muerte de esa manera. En términos claros, la cruz representa todas las contradicciones, crisis y sufrimientos que surgen de nuestra decisión de seguir a Jesús en un mundo que lo desprecia. Para Jesús, la cruz es un «signo de contradicción» (Lc 2, 34), ya que es causa de fe para muchos, pero también la consecuencia del odio y desprecio que suscitan sus palabras en muchos otros. Quien desea seguir a Jesús debe abrazar la cruz, es decir, asumir las contradicciones que implica ser cristiano: el abrazo de muchos que acogen la fe a través de la evangelización y el odio de muchos otros, un odio que incluso podría llevarnos a la muerte. Abrazar la cruz significa estar dispuestos a morir por amor a Cristo y a su Palabra.
Vista de esta manera, podemos profundizar mucho más en el misterio, alejándonos de interpretaciones superficiales sobre lo que la cruz es. En este sentido, la familia, los amigos, el trabajo e incluso la misma fe y vocación se convertirán en cruces en la medida en que nos generen incomprensiones, desprecios, crisis e incluso la muerte a causa de seguir decididamente a Cristo. Solo entonces se cumplirán las palabras del Señor: «Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levanten toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo» (Mt 5, 11-12). ¿No es una contradicción que aquello que causa sufrimiento sea motivo de alegría? Esta es precisamente la línea que sigue el discurso de Jesús en el monte (Mt 5, 1-12), tal vez el mejor mapa que nos enseña el camino de la cruz. Este es el auténtico sentido de la cruz: blasfemias que se transforman en alabanzas, fracasos que se convierten en victorias, un sacrificio que lleva a la gloria y una muerte que engendra vida eterna.
Un juglar de Dios.
Es común escuchar a personas devotas decir: «Mi esposo es mi cruz», «Mis padres son mi cruz», «Este empleo es mi cruz», o incluso «Este defecto es mi cruz», como si la cruz fuera la persona que libremente escogimos como compañero, o el trabajo como si estuviera inevitablemente ligado al sufrimiento, o como si la familia y sus defectos (o los nuestros) representaran el sentido que el Señor quiso dar a la cruz. La cruz es algo mucho más profundo que un desafío a nuestra paciencia o una tentación; algunos consagrados piensan erróneamente que la cruz se refiere al celibato y a sus votos religiosos. La cruz no es un castigo o una carga impuesta; Jesús no aceptó su muerte de esa manera. En términos claros, la cruz representa todas las contradicciones, crisis y sufrimientos que surgen de nuestra decisión de seguir a Jesús en un mundo que lo desprecia. Para Jesús, la cruz es un «signo de contradicción» (Lc 2, 34), ya que es causa de fe para muchos, pero también la consecuencia del odio y desprecio que suscitan sus palabras en muchos otros. Quien desea seguir a Jesús debe abrazar la cruz, es decir, asumir las contradicciones que implica ser cristiano: el abrazo de muchos que acogen la fe a través de la evangelización y el odio de muchos otros, un odio que incluso podría llevarnos a la muerte. Abrazar la cruz significa estar dispuestos a morir por amor a Cristo y a su Palabra.
Vista de esta manera, podemos profundizar mucho más en el misterio, alejándonos de interpretaciones superficiales sobre lo que la cruz es. En este sentido, la familia, los amigos, el trabajo e incluso la misma fe y vocación se convertirán en cruces en la medida en que nos generen incomprensiones, desprecios, crisis e incluso la muerte a causa de seguir decididamente a Cristo. Solo entonces se cumplirán las palabras del Señor: «Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levanten toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo» (Mt 5, 11-12). ¿No es una contradicción que aquello que causa sufrimiento sea motivo de alegría? Esta es precisamente la línea que sigue el discurso de Jesús en el monte (Mt 5, 1-12), tal vez el mejor mapa que nos enseña el camino de la cruz. Este es el auténtico sentido de la cruz: blasfemias que se transforman en alabanzas, fracasos que se convierten en victorias, un sacrificio que lleva a la gloria y una muerte que engendra vida eterna.
Un juglar de Dios.
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