El misterio de la muerte de Jesús no culmina con el gran sacrificio de la cruz. Más aún, la misión de Jesús continúa después de su muerte; es decir, Jesús prosigue su labor de Liberador y Salvador de la humanidad al descender al lugar de los muertos. No debemos confundir «los infiernos» con «el infierno». Este último es el lugar de la condenación eterna, mientras que los infiernos se refieren a la morada de los difuntos. Esta morada, conocida como «los infiernos», ha sido creída por los cristianos de todos los siglos como el lugar donde dormían en la muerte hombres y mujeres, buenos y malos, antes de la venida de Jesús.
Si las puertas del paraíso se cerraron en el Edén debido al primer pecado, tiene sentido pensar que nadie pudo entrar en ese paraíso hasta que Jesús las reabrió con su sacrificio salvador. Por eso mismo, Cristo nos dice con toda razón: «Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y de los infiernos» (Ap 1, 18). Tras el primer pecado, que cerró para todos la puerta de la salvación, los justos de todos los tiempos dormían en la muerte, aguardando la llegada de Jesús. Al morir, Jesús «aniquiló mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2, 14-15).
Este misterio del descenso de Jesús a los infiernos es especialmente meditado el Sábado Santo. En esta meditación confesamos dos verdades fundamentales para nuestra vida cristiana: creemos que Jesús realmente murió y que, al descender al lugar de los muertos, completó su misión de anunciar la Buena Noticia. Jesús fue abrazado por la muerte, transformándola en causa de vida eterna. Durante su vida, anunciaba repetidamente que moriría, a pesar de la resistencia de sus discípulos a aceptar esa realidad (Mt 16, 21-23). Este anuncio debe ser un llamado de atención para nosotros, que a menudo huimos de la muerte al punto de no querer ni mencionarla, como si nunca fuéramos a morir. La muerte es una realidad humana, y gracias a Jesucristo, se ha convertido en una buena hermana que, en su momento, nos visitará sin falta. Nos corresponde prepararnos para esa visita, para que sea ocasión de vida eterna, y así podamos seguir a nuestro Divino Salvador en todo.
El segundo aspecto de este misterio es que, cuando Jesús se encontró con todos los justos que dormían esperando la apertura del paraíso, también ellos recibieron la buena noticia de la salvación. El último lugar donde Jesús predicó la llegada del Reino de Dios fue en ese lugar, mostrando así que la espera había llegado a su fin, y que Dios desea que todos los seres humanos de todos los tiempos y pueblos se salven. Nuestra fe cristiana es universal, convocando a todos. Debemos empezar por nosotros mismos, abrazando la cruz, preparando nuestra propia muerte y amando como Jesús: hasta el extremo (Jn 13, 1).
Un juglar de Dios.
Si las puertas del paraíso se cerraron en el Edén debido al primer pecado, tiene sentido pensar que nadie pudo entrar en ese paraíso hasta que Jesús las reabrió con su sacrificio salvador. Por eso mismo, Cristo nos dice con toda razón: «Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y de los infiernos» (Ap 1, 18). Tras el primer pecado, que cerró para todos la puerta de la salvación, los justos de todos los tiempos dormían en la muerte, aguardando la llegada de Jesús. Al morir, Jesús «aniquiló mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2, 14-15).
Este misterio del descenso de Jesús a los infiernos es especialmente meditado el Sábado Santo. En esta meditación confesamos dos verdades fundamentales para nuestra vida cristiana: creemos que Jesús realmente murió y que, al descender al lugar de los muertos, completó su misión de anunciar la Buena Noticia. Jesús fue abrazado por la muerte, transformándola en causa de vida eterna. Durante su vida, anunciaba repetidamente que moriría, a pesar de la resistencia de sus discípulos a aceptar esa realidad (Mt 16, 21-23). Este anuncio debe ser un llamado de atención para nosotros, que a menudo huimos de la muerte al punto de no querer ni mencionarla, como si nunca fuéramos a morir. La muerte es una realidad humana, y gracias a Jesucristo, se ha convertido en una buena hermana que, en su momento, nos visitará sin falta. Nos corresponde prepararnos para esa visita, para que sea ocasión de vida eterna, y así podamos seguir a nuestro Divino Salvador en todo.
El segundo aspecto de este misterio es que, cuando Jesús se encontró con todos los justos que dormían esperando la apertura del paraíso, también ellos recibieron la buena noticia de la salvación. El último lugar donde Jesús predicó la llegada del Reino de Dios fue en ese lugar, mostrando así que la espera había llegado a su fin, y que Dios desea que todos los seres humanos de todos los tiempos y pueblos se salven. Nuestra fe cristiana es universal, convocando a todos. Debemos empezar por nosotros mismos, abrazando la cruz, preparando nuestra propia muerte y amando como Jesús: hasta el extremo (Jn 13, 1).
Un juglar de Dios.
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