El misterio pascual de Cristo.

En el centro de nuestra fe está el creer que Jesús padeció, murió, resucitó y fue glorificado como el cumplimiento definitivo del plan de Dios, que buscaba salvarnos del pecado y levantarnos de la muerte para hacernos partícipes de una gloria eterna. Por amor, Dios envió a su Hijo para rescatar a la humanidad. Con ese mismo amor, abrazó nuestra naturaleza, uniéndola a la suya en la persona de Jesús. Dios, por amor, «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2,4).

El misterio pascual, es decir, el «paso» a través del doloroso camino de la cruz hacia la glorificación, es la clave para comprender la existencia humana. En la vida, hay muchas cosas que no alcanzamos a entender del todo; para el creyente, el que tiene fe, todo esto es una oportunidad para emprender el camino de la cruz que conduce a la glorificación, porque «sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8,28).

La cruz es, en verdad, un enigma, pues no podemos dejar de preguntarnos si realmente era necesaria. Para muchos, es un escándalo, ya que no esperaban un Mesías sufriente, sino uno lleno de poder mundano, y es una locura para aquellos que no pueden aceptar que el autor de la vida pudiera morir (Hch 3,15). La cruz desafía todo lo que la humanidad creía saber sobre Dios y, en muchos sentidos, es una auténtica revolución. Jesús entregó su vida por amor, por nuestra salvación, y para elevarnos a las alturas de Dios. Es un movimiento desde lo profundo de la miseria hacia las alturas de la plenitud. La Pascua es morir y renacer; es cruz y gloria.

El primer paso de este camino pascual es el bautismo: «Fuimos, pues, sepultados con él por el bautismo en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido unidos a él en una muerte como la suya, también lo seremos en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, para que nuestro cuerpo de pecado fuera destruido y dejáramos de ser esclavos del pecado» (Rm 6,4-6).

Un juglar de Dios.

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