«Recuerda que morirás», solían decir en la antigua Roma, para recordar lo efímera que es esta vida, de la cual no debemos aferrarnos como si no hubiera nada más allá. Estamos llamados a una vida eterna y plena en Dios, pero el camino hacia esa vida, aunque comienza en esta tierra, debe necesariamente pasar por la muerte para abrirse a la gloria.
Ciertamente, la muerte no fue pensada ni querida por Dios para el ser humano que creó; llegó como consecuencia del pecado. En ese sentido, la muerte, como realidad de lejanía total de Dios, es enemiga del hombre y ha sido derrotada por Cristo. Esta muerte, entendida como la separación absoluta de Dios, es lo que conocemos como «muerte eterna», también llamada «infierno». El infierno es el lugar de la muerte eterna, donde no queda ya esperanza de vida. Si Dios es la vida, el infierno es el lugar de aquellos que, al negarse a vivir en Él, eligen la muerte como destino definitivo.
Es importante no confundir esta muerte eterna con la muerte corporal, que todos los seres humanos experimentamos. La muerte eterna, en cambio, no la experimentan todos, sino aquellos que, en su vida, eligieron rechazar a Dios, su ley, y a su Hijo, por lo que también son rechazados por Él (Mt 25, 41). Aunque la muerte corporal entró al mundo por causa del pecado, fue resignificada por Cristo, quien como hombre también la experimentó. Gracias a Él, la muerte corporal es ahora ocasión de victoria, pues nos conduce a una vida nueva, en la que ya no morimos más: es lo que llamamos vida eterna junto a Dios.
Así, después de esta vida terrena, nos espera la muerte corporal, seguida de una vida eterna. Pero, para quien rechaza al Señor y su amor, tras la muerte corporal viene una «segunda muerte», que llamamos muerte eterna e infierno. El Señor, sin embargo, ha querido salvarnos de esta segunda muerte, poniendo en nuestro camino toda clase de medios, auxilios, gracias y dones que nos orientan hacia Él y la vida eterna. El primero de esos medios es Él mismo, quien nos invita a «negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz cada día y seguirlo», eligiendo la puerta estrecha «que conduce a la vida» (Mt 7, 14).
Si Jesús transitó por la entrega amorosa, la pasión y la muerte, nosotros también debemos abrazar ese mismo camino como sus seguidores. Recordemos que no es aferrándonos a esta vida terrenal y pasajera como obtendremos la gloria de la resurrección y la vida eterna. «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mt 16, 25-26).
Sigamos, entonces, el ejemplo de tantos cristianos prudentes que a lo largo de los siglos han hecho de la meditación sobre la muerte y la vida eterna la guía de todas sus acciones. Como decía san Benito: «Desea la vida eterna con la mayor avidez espiritual y ten la muerte presente ante los ojos cada día». Así viviremos en la libertad y la alegría propias de los hijos de Dios, quienes viven esta vida como un constante retorno a la casa del Padre.
Un juglar de Dios.
Ciertamente, la muerte no fue pensada ni querida por Dios para el ser humano que creó; llegó como consecuencia del pecado. En ese sentido, la muerte, como realidad de lejanía total de Dios, es enemiga del hombre y ha sido derrotada por Cristo. Esta muerte, entendida como la separación absoluta de Dios, es lo que conocemos como «muerte eterna», también llamada «infierno». El infierno es el lugar de la muerte eterna, donde no queda ya esperanza de vida. Si Dios es la vida, el infierno es el lugar de aquellos que, al negarse a vivir en Él, eligen la muerte como destino definitivo.
Es importante no confundir esta muerte eterna con la muerte corporal, que todos los seres humanos experimentamos. La muerte eterna, en cambio, no la experimentan todos, sino aquellos que, en su vida, eligieron rechazar a Dios, su ley, y a su Hijo, por lo que también son rechazados por Él (Mt 25, 41). Aunque la muerte corporal entró al mundo por causa del pecado, fue resignificada por Cristo, quien como hombre también la experimentó. Gracias a Él, la muerte corporal es ahora ocasión de victoria, pues nos conduce a una vida nueva, en la que ya no morimos más: es lo que llamamos vida eterna junto a Dios.
Así, después de esta vida terrena, nos espera la muerte corporal, seguida de una vida eterna. Pero, para quien rechaza al Señor y su amor, tras la muerte corporal viene una «segunda muerte», que llamamos muerte eterna e infierno. El Señor, sin embargo, ha querido salvarnos de esta segunda muerte, poniendo en nuestro camino toda clase de medios, auxilios, gracias y dones que nos orientan hacia Él y la vida eterna. El primero de esos medios es Él mismo, quien nos invita a «negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz cada día y seguirlo», eligiendo la puerta estrecha «que conduce a la vida» (Mt 7, 14).
Si Jesús transitó por la entrega amorosa, la pasión y la muerte, nosotros también debemos abrazar ese mismo camino como sus seguidores. Recordemos que no es aferrándonos a esta vida terrenal y pasajera como obtendremos la gloria de la resurrección y la vida eterna. «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mt 16, 25-26).
Sigamos, entonces, el ejemplo de tantos cristianos prudentes que a lo largo de los siglos han hecho de la meditación sobre la muerte y la vida eterna la guía de todas sus acciones. Como decía san Benito: «Desea la vida eterna con la mayor avidez espiritual y ten la muerte presente ante los ojos cada día». Así viviremos en la libertad y la alegría propias de los hijos de Dios, quienes viven esta vida como un constante retorno a la casa del Padre.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.