El relato de la resurrección de Jesús que encontramos en los Evangelios guarda muchas similitudes con los relatos bíblicos de la creación del mundo, especialmente con la creación del hombre y la mujer. Un detalle que no conviene pasar por alto es la presencia de ángeles en el lugar donde ocurre el primer signo de este acontecimiento: el sepulcro vacío. Este sepulcro nos habla y, a la vez, no nos dice nada, ya que es un testigo mudo. Nadie, excepto el sepulcro, vio a Jesús resucitar de entre los muertos. Así, para algunos, el sepulcro vacío es una señal de que se han llevado el cadáver del Señor (Jn 20, 2), o incluso de que este supuesto robo fue obra de sus mismos discípulos (Mt 28, 13). Solo con este signo mudo no se puede alcanzar la verdad de que Jesús realmente ha resucitado; hace falta, además, el don de la fe.
Es así como los ángeles, que en el jardín del Edén se encargaron de expulsar al hombre y a la mujer que pecaron, manteniéndolos alejados (Gn 3, 24), también son quienes, en el sepulcro, invitan a los discípulos a no permanecer allí, sino a ir y anunciar, con la certeza que solo da la fe, que Jesús ha resucitado (Mt 28, 5-7).
La resurrección es la gran obra de Dios que restaura la dignidad original del ser humano cuando fue creado. Esta dignidad es aún más elevada que al principio del mundo, porque ahora, gracias a Jesús, la naturaleza humana entra en la gloria del Dios trinitario. Esta obra es completamente del Padre, que manifiesta su poder; del Hijo, que «recobra la vida, porque la ha dado libremente» (Jn 10, 17); y del Espíritu Santo, que ahora se comunica como un soplo de vida (Jn 20, 22), tal como cuando Dios creó al primer hombre y «luego sopló en sus narices un aliento de vida» (Gn 2, 7).
Por eso, la Iglesia nos invita a orar para «comprender que la redención realizada por Cristo, nuestra Pascua, es una obra más maravillosa todavía que la misma creación del universo». La resurrección de Jesús es la prueba de que Dios es capaz de glorificarse cada vez más, más allá de lo que nunca ha hecho.
Un juglar de Dios.
Es así como los ángeles, que en el jardín del Edén se encargaron de expulsar al hombre y a la mujer que pecaron, manteniéndolos alejados (Gn 3, 24), también son quienes, en el sepulcro, invitan a los discípulos a no permanecer allí, sino a ir y anunciar, con la certeza que solo da la fe, que Jesús ha resucitado (Mt 28, 5-7).
La resurrección es la gran obra de Dios que restaura la dignidad original del ser humano cuando fue creado. Esta dignidad es aún más elevada que al principio del mundo, porque ahora, gracias a Jesús, la naturaleza humana entra en la gloria del Dios trinitario. Esta obra es completamente del Padre, que manifiesta su poder; del Hijo, que «recobra la vida, porque la ha dado libremente» (Jn 10, 17); y del Espíritu Santo, que ahora se comunica como un soplo de vida (Jn 20, 22), tal como cuando Dios creó al primer hombre y «luego sopló en sus narices un aliento de vida» (Gn 2, 7).
Por eso, la Iglesia nos invita a orar para «comprender que la redención realizada por Cristo, nuestra Pascua, es una obra más maravillosa todavía que la misma creación del universo». La resurrección de Jesús es la prueba de que Dios es capaz de glorificarse cada vez más, más allá de lo que nunca ha hecho.
Un juglar de Dios.
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