Jesús, mientras caminaba entre nosotros en este mundo, «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38). Aun así, siendo el más perfecto de los hombres, fue juzgado y condenado como un criminal. Aquel que era verdadero Dios fue acusado de blasfemia, es decir, de ser irrespetuoso con Dios y de actuar contra el Templo, la casa de Dios. Que la gente de su tiempo y las autoridades se atrevieran a acusar al Dios vivo de blasfemia solo encuentra sustento en el pecado, que esclaviza a quien lo comete, porque «todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34). El pecado oprime el corazón humano y le impide ser libre, por lo que, en este sentido, Jesús es también un Libertador. Y el camino de libertad que Jesús propone es el de la obediencia radical y absoluta al Padre: Jesús, «aunque era Hijo, aprendió en su pasión lo que es obedecer. Y ahora, llegado a su perfección, es fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5, 8-9).
Es aquí donde la obediencia de Jesús se distingue claramente de la de aquellos que en su tiempo lo condenaron, creyendo erróneamente que, al matar a Jesús, eran obedientes a la ley de Dios. La obediencia se corrompe en el momento en que Dios deja de ser el centro de la vida del creyente. Entonces, la voz a la cual el corazón obedece deja de ser la voz de Dios y es reemplazada por otras voces: la voz del demonio, que busca la ruina del hombre (Gn 3, 4-5); la voz de nuestro egoísmo, que nos impide desapegarnos de los bienes de este mundo (Mt 19, 23); o la voz de las preocupaciones y angustias, que no nos permiten confiar plenamente en Dios (Mt 14, 30). Teniendo esto en cuenta, es fácil detectar cuando una obediencia es falsa: es aquella que pretende obedecer, pero rehúye la cruz, el sacrificio y las renuncias. Para lograr la perfecta obediencia es necesario transitar el mismo camino de Jesús: pasión, muerte y resurrección. «Felices ustedes cuando por causa mía los insulten, los persigan y levanten contra ustedes toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo» (Mt 5, 11-12). La verdadera libertad humana se fundamenta en la obediencia a la voluntad de Dios.
Un juglar de Dios.
Es aquí donde la obediencia de Jesús se distingue claramente de la de aquellos que en su tiempo lo condenaron, creyendo erróneamente que, al matar a Jesús, eran obedientes a la ley de Dios. La obediencia se corrompe en el momento en que Dios deja de ser el centro de la vida del creyente. Entonces, la voz a la cual el corazón obedece deja de ser la voz de Dios y es reemplazada por otras voces: la voz del demonio, que busca la ruina del hombre (Gn 3, 4-5); la voz de nuestro egoísmo, que nos impide desapegarnos de los bienes de este mundo (Mt 19, 23); o la voz de las preocupaciones y angustias, que no nos permiten confiar plenamente en Dios (Mt 14, 30). Teniendo esto en cuenta, es fácil detectar cuando una obediencia es falsa: es aquella que pretende obedecer, pero rehúye la cruz, el sacrificio y las renuncias. Para lograr la perfecta obediencia es necesario transitar el mismo camino de Jesús: pasión, muerte y resurrección. «Felices ustedes cuando por causa mía los insulten, los persigan y levanten contra ustedes toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo» (Mt 5, 11-12). La verdadera libertad humana se fundamenta en la obediencia a la voluntad de Dios.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.