Para profundizar más en la obediencia de Jesús y, así, adentrarnos en la auténtica obediencia cristiana, es fundamental recordar qué entendemos por la Palabra de Dios. Los cristianos no somos una «religión del libro», ya que nuestra fe no nació de un texto escrito, ni nuestro Divino Fundador escribió alguno. Somos la religión de la Palabra de Dios, compuesta por la unión de la Palabra de Jesús, transmitida por los apóstoles hasta nuestros días en la Iglesia (Tradición), y por la Palabra de Dios que ha sido puesta por escrito (Escritura). Juntas, conforman lo que llamamos el «depósito de la fe», el cual reposa en la Iglesia, que lo cuida, proclama y enseña.
Así pues, cuando decimos que «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1Co 15,3-4), no estamos afirmando que Jesús simplemente cumplió algo que estaba escrito, como quien se ve obligado a cumplir la cláusula de un contrato o como quien tacha los artículos de una lista de compras. Decir que Jesús murió según las Escrituras es afirmar que Él nos reveló la verdadera voluntad de Dios: que, por amor, abrazó nuestra naturaleza humana y, por amor, murió para rescatarnos del pecado. Si en las profecías que el pueblo leía a diario veían a un Dios que prometía enviar a su Ungido para salvarlos, en Jesús se manifiesta el cumplimiento de esas promesas. Dios es fiel; cumple su Palabra. Jesús es el cumplimiento de la Palabra, y más aún: Él es la Palabra definitiva de Dios.
Por eso, la muerte de Jesús es una ofrenda: la vida de Jesús se ofrece para cumplir el deseo de Dios de salvar a la humanidad. Él se entrega en rescate por aquellos que se han perdido en el pecado y la muerte. Jesús cumple la Palabra de Dios por amor al Padre y también por nosotros, ya que se entrega por nuestra salvación: «Jesús tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes"» (Lc 22,19-20).
Obedecer a Dios significa creer en su Palabra, la cual se manifiesta en la obra de salvación que aún hoy se continúa realizando, dando cumplimiento a la Escritura. Y esto tiene una segunda consecuencia: la Sagrada Escritura no es letra muerta escrita hace dos milenios; está viva porque Dios sigue siendo fiel a su promesa de salvación.
Un juglar de Dios.
Así pues, cuando decimos que «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1Co 15,3-4), no estamos afirmando que Jesús simplemente cumplió algo que estaba escrito, como quien se ve obligado a cumplir la cláusula de un contrato o como quien tacha los artículos de una lista de compras. Decir que Jesús murió según las Escrituras es afirmar que Él nos reveló la verdadera voluntad de Dios: que, por amor, abrazó nuestra naturaleza humana y, por amor, murió para rescatarnos del pecado. Si en las profecías que el pueblo leía a diario veían a un Dios que prometía enviar a su Ungido para salvarlos, en Jesús se manifiesta el cumplimiento de esas promesas. Dios es fiel; cumple su Palabra. Jesús es el cumplimiento de la Palabra, y más aún: Él es la Palabra definitiva de Dios.
Por eso, la muerte de Jesús es una ofrenda: la vida de Jesús se ofrece para cumplir el deseo de Dios de salvar a la humanidad. Él se entrega en rescate por aquellos que se han perdido en el pecado y la muerte. Jesús cumple la Palabra de Dios por amor al Padre y también por nosotros, ya que se entrega por nuestra salvación: «Jesús tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes"» (Lc 22,19-20).
Obedecer a Dios significa creer en su Palabra, la cual se manifiesta en la obra de salvación que aún hoy se continúa realizando, dando cumplimiento a la Escritura. Y esto tiene una segunda consecuencia: la Sagrada Escritura no es letra muerta escrita hace dos milenios; está viva porque Dios sigue siendo fiel a su promesa de salvación.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.