Redención copiosa.

Cuando Jesús ofreció libremente su vida en la cruz, lo hizo con plena libertad en su voluntad humana y divina, y porque nos amó hasta el extremo (Jn 13,1). De su dolorosa Pasión y muerte decimos que fue un sacrificio de expiación y reconciliación; la máxima manifestación del amor de Dios por la humanidad.

El sacrificio de Cristo fue de expiación porque Él, que no tenía pecado, asumió el peso de los pecados del mundo y «fue contado entre los pecadores, llevando sobre sí los pecados de muchos e intercediendo por los pecadores» (Is 53, 12). Cristo pagó con su muerte la muerte eterna que en justicia merecíamos por nuestros pecados; en otras palabras, nos redimió, nos rescató de la esclavitud pagando el precio con su propia sangre. Por eso reconocemos a Jesús como el «Redentor del género humano», tal como reza una bella y antigua oración.

El sacrificio del Señor también fue de reconciliación, «pues en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo; ya no tomaba en cuenta los pecados de los hombres, sino que a nosotros nos entregaba el mensaje de la reconciliación» (2Co 5, 19). Y así, reconciliados gracias a este sacrificio, «tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18). Visto de esta manera, la tarea primordial de un cristiano, evangelizar, puede considerarse un servicio de reconciliación. Somos «embajadores de Cristo, como si Dios mismo les exhortara por nuestra boca. En nombre de Cristo les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios!» (2Co 5, 20). Es el amor de Dios el que mueve a Jesús y a nosotros a sacrificarnos por la reconciliación de toda la humanidad con su Creador. Si cada cristiano comprendiera que su lucha y misión en el mundo es la reconciliación de los hombres con Dios, el mundo vería el verdadero rostro de amor de nuestra fe y a la Iglesia como «sacramento universal de salvación». Entonces, el pecado sería más fácilmente identificable: es todo aquello que rompe esa reconciliación de Dios con nosotros y entre nosotros. El misterio del sacrificio redentor de Cristo consiste en que «Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió pecado, para que nosotros participáramos en Él de la justicia y perfección de Dios» (2Co 5, 21).

Un juglar de Dios.

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