En la plenitud de los tiempos, Dios se hizo hombre: «y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Esta maravillosa obra de amor de Dios la llamamos Encarnación, la cual culmina en la gloria de la Resurrección. Si la Encarnación hace a Jesús verdadero hombre, la Resurrección confirma que es verdadero Dios. Jesús, Dios y hombre verdadero, es la prueba irrefutable de que Dios y el hombre se han reconciliado, esta vez para siempre. Así, la muerte corporal ya no es sinónimo de muerte eterna, pues «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; desde ahora la muerte no tiene poder sobre él. Así, pues, hay una muerte, y es un morir al pecado de una vez para siempre. Y hay un vivir, que es vivir para Dios» (Rm 6, 9-10). Cristo nos llama por amor, nos invita a seguirle y a compartir su muerte, prometiéndonos que resucitaremos con Él.
La esperanza en la promesa de la resurrección sostiene nuestra fe y nos permite sobrellevar las dificultades de esta vida. «La fe es la sustancia de la esperanza», decía Benedicto XVI, y esta esperanza tiene un nombre propio: la vida eterna. Creer en la vida eterna significa rechazar la idea de vivir eternamente en esta vida terrenal, de huirle a la muerte. Un cristiano no teme a la muerte ni se aferra de forma enfermiza a esta vida pasajera, sino que entiende que la muerte es un paso necesario para alcanzar la vida eterna, porque sin muerte no hay resurrección. San Ambrosio decía: «No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación». Y si un cristiano no teme a la muerte ni a ninguna otra cosa de este mundo, ya que «ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las fuerzas del universo, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios» (Rm 8, 38-39), entonces tiene pleno sentido afirmar que la vida cristiana es una vida alegre en medio de las dificultades, pues «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24).
Un juglar de Dios.
Comentarios
Publicar un comentario
Que el Señor te conceda su paz.