La tradición nos enseña que Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, tenía en su ser dos voluntades: una divina, totalmente unida a la voluntad de Dios Padre, y una humana, que, como se ve en los pasajes del Evangelio, fue sometida a prueba. Luego de tentar a Jesús en el desierto, donde su voluntad de obedecer al Padre prevaleció ante las tentaciones, el diablo «al ver que había agotado todas las formas de tentación, se alejó de Jesús, a la espera de otra oportunidad» (Lc 4, 13). Esa nueva ocasión en la cual su voluntad fue puesta a prueba ocurrió durante las horas de la Pasión, comenzando por aquella noche de verdadera agonía en el huerto de Getsemaní: «En medio de la angustia, Él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo» (Lc 22, 44).
Muchos autores cristianos han interpretado esta angustia como la lucha interior que el alma experimenta ante la muerte (San Gregorio). Otros la ven como una prueba de que la oración brotaba desde sus entrañas humanas, como Dios encarnado (San Juan Crisóstomo). Algunos otros consideran a Jesús como un maestro que nos enseña a orar con humildad y confianza en los momentos de angustia (San Gregorio). Jesús oraba repitiendo muchas veces: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Se entiende por «cáliz» la prueba del sufrimiento y de la muerte que estaba a punto de padecer.
Jesús se entregó totalmente a la voluntad del Padre, enseñándonos así cómo debemos vivir en este mundo. Una vez más, Jesús «nos da ejemplo para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21). Un cristiano está llamado a cargar su cruz, abrazarla y convencerse de que solo mediante la cruz se puede alcanzar la verdadera gloria prometida por Dios, repitiendo las palabras del Apóstol: «En cuanto a mí, no quiero sentirme orgulloso más que de la cruz de Cristo Jesús, nuestro Señor. Por Él el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gal 6,14).
San Ambrosio afirma que, cuando Jesús les dice a sus discípulos en el huerto «Me muero de tristeza» (Mt 26, 38) y luego se aleja para orar en su angustia, lo hizo para tomar sobre sus hombros la tristeza humana y, así, otorgarnos la verdadera alegría espiritual, aquella que sabe permanecer aún en los momentos más duros de la vida. Jesús nos enseña a entregarnos por completo a la voluntad del Padre, y a encontrar en el sufrimiento el camino que nos conduce a la gloria eterna. Así como Jesús no huyó del sufrimiento, los cristianos no debemos predicar una religión que niegue el sufrimiento como parte natural de la humanidad; ser cristiano no es un «pare de sufrir».
Un juglar de Dios.
Muchos autores cristianos han interpretado esta angustia como la lucha interior que el alma experimenta ante la muerte (San Gregorio). Otros la ven como una prueba de que la oración brotaba desde sus entrañas humanas, como Dios encarnado (San Juan Crisóstomo). Algunos otros consideran a Jesús como un maestro que nos enseña a orar con humildad y confianza en los momentos de angustia (San Gregorio). Jesús oraba repitiendo muchas veces: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Se entiende por «cáliz» la prueba del sufrimiento y de la muerte que estaba a punto de padecer.
Jesús se entregó totalmente a la voluntad del Padre, enseñándonos así cómo debemos vivir en este mundo. Una vez más, Jesús «nos da ejemplo para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21). Un cristiano está llamado a cargar su cruz, abrazarla y convencerse de que solo mediante la cruz se puede alcanzar la verdadera gloria prometida por Dios, repitiendo las palabras del Apóstol: «En cuanto a mí, no quiero sentirme orgulloso más que de la cruz de Cristo Jesús, nuestro Señor. Por Él el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gal 6,14).
San Ambrosio afirma que, cuando Jesús les dice a sus discípulos en el huerto «Me muero de tristeza» (Mt 26, 38) y luego se aleja para orar en su angustia, lo hizo para tomar sobre sus hombros la tristeza humana y, así, otorgarnos la verdadera alegría espiritual, aquella que sabe permanecer aún en los momentos más duros de la vida. Jesús nos enseña a entregarnos por completo a la voluntad del Padre, y a encontrar en el sufrimiento el camino que nos conduce a la gloria eterna. Así como Jesús no huyó del sufrimiento, los cristianos no debemos predicar una religión que niegue el sufrimiento como parte natural de la humanidad; ser cristiano no es un «pare de sufrir».
Un juglar de Dios.
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