Dijo Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. De no ser así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar. Y después de ir y prepararles un lugar, volveré para tomarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Para ir a donde yo voy, ustedes ya conocen el camino» (Jn 14, 2-4). Sabemos, por sus propias palabras, que ese camino es Él mismo (Jn 14, 6) y que recorrerlo significa seguir sus huellas, muriendo con Él para resucitar con Él. Pero Jesús, después de resucitar, da un paso más para consolidar su reinado: sube a los cielos y se sienta a la derecha del Padre. Jesús retorna al Padre después de rescatarnos. Nos salva del abismo de la muerte eterna para conducirnos a la vida eterna. Esta esperanza nos asegura que, si morimos con Él, resucitaremos con Él (Rm 6, 8), y que además ocuparemos nuestro lugar en la casa del Padre, en su eterna compañía y amor.
Algunos afirman que no es conveniente para la salud espiritual pensar demasiado en la vida eterna, ya que eso podría llevarnos a desatender las realidades de este mundo y la práctica de la caridad. Ante esto, es bueno recordar las palabras del Apóstol: «Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Pongan la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Pues han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios. Por tanto, hagan morir en ustedes lo que es "terrenal", es decir, libertinaje, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y la avaricia, que es una forma de idolatría» (Col 3, 2-3.5). De este modo, si debemos alejarnos de lo terrenal que nos aparta de Dios, con mayor razón la caridad, la justicia y la lucha por la paz en este mundo deben llevarnos, como consecuencia lógica, a aspirar a la vida eterna. En ese lugar cesarán definitivamente todas las esclavitudes que hoy oprimen a la humanidad: «Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni lamento, ni llanto ni dolor, porque todo lo anterior ha pasado» (Ap 21, 3-4). El cielo es nuestro horizonte, y ante él se eleva una cruz: este es el signo de nuestra esperanza en las promesas de Dios.
Un juglar de Dios.
Algunos afirman que no es conveniente para la salud espiritual pensar demasiado en la vida eterna, ya que eso podría llevarnos a desatender las realidades de este mundo y la práctica de la caridad. Ante esto, es bueno recordar las palabras del Apóstol: «Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Pongan la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Pues han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios. Por tanto, hagan morir en ustedes lo que es "terrenal", es decir, libertinaje, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y la avaricia, que es una forma de idolatría» (Col 3, 2-3.5). De este modo, si debemos alejarnos de lo terrenal que nos aparta de Dios, con mayor razón la caridad, la justicia y la lucha por la paz en este mundo deben llevarnos, como consecuencia lógica, a aspirar a la vida eterna. En ese lugar cesarán definitivamente todas las esclavitudes que hoy oprimen a la humanidad: «Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni lamento, ni llanto ni dolor, porque todo lo anterior ha pasado» (Ap 21, 3-4). El cielo es nuestro horizonte, y ante él se eleva una cruz: este es el signo de nuestra esperanza en las promesas de Dios.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.