El Reino es una realidad.

Un cristiano alcanza la madurez en su forma de vivir la fe cuando empieza a ver todo desde la perspectiva del don: todo es un regalo, todo es gracia de Dios. No hay mérito en lo que hacemos si no está mediado por la gracia divina, que inspira nuestras obras. No es iniciativa propia, aunque así lo parezca, el deseo de hacer el bien. Nuestra naturaleza frágil está herida de egoísmo: en el fondo, buscamos nuestro propio interés o el reconocimiento. Incluso en nuestras acciones más desinteresadas parece haber un interés egoísta: tranquilizar nuestra conciencia, sentirnos superiores o esperar algo a cambio. Sólo la gracia de Dios purifica nuestras obras, pues es ella quien las inspira, las hace posibles y permite que den fruto.

Así actúa la realidad del Reino de Dios. Este Reino de justicia, paz y salvación no es obra nuestra: es de Dios. El Padre ha querido servirse de nosotros como instrumentos y sembradores de las semillas de salvación en los corazones de la humanidad. Esta semilla crece «sin que el hombre sepa cómo» (Mc 4, 26-27). Ante esta acción divina, no somos más que servidores «que hicieron lo que debían hacer» (Lc 17, 10). Por ello, debemos cuidarnos de la tentación del desánimo: cuando tratamos de acercar a otros a Dios, enseñar sobre Su bondad a quienes están a nuestro cuidado o incluso cuando, en nosotros mismos, no logramos alcanzar nuestros propósitos de madurar en la fe y en la vida de oración. Los aparentes fracasos en estas tareas no deben desanimarnos, pues pueden indicar que estamos confiando demasiado en nuestras propias fuerzas y méritos. La expansión del Reino es enteramente obra de Dios. A nosotros nos corresponde sembrar la semilla, sin esperar con arrogancia disfrutar los frutos, que en su momento recogerán otros (Jn 4, 37-38). No somos dueños ni poseedores del Espíritu Santo de Dios; es Él quien nos posee y nos impulsa a hacer las buenas obras de su Reino.

Un juglar de Dios.

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