Espíritu de adopción

En el misterio de Dios y su Trinidad habita un fuego, una fuente de salvación y renovación que «ha sido enviado a nuestros corazones» (Ga 4, 6). Este enviado no es otro que el Espíritu Santo, quien nos transforma interiormente en criaturas nuevas: «Todos aquellos a los que guía el Espíritu de Dios son hijos e hijas de Dios. El Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rm 8, 14.16). Esa maravillosa obra de salvación, que brota del amor de Dios Padre y es realizada gloriosamente por Jesús, su Hijo, llega a nosotros a través del Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos une a Jesús, y por esta unión con el Espíritu del Hijo de Dios, ¡también nosotros somos hijos de Dios! Si creemos que «Dios es Espíritu», creemos también que «los que lo adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24). Esto solo es posible si recibimos al Espíritu Santo, pues Él es quien nos mueve a decirle a Dios «Padre» (Rm 8, 15).

Un cristiano debe tener presente, en primer lugar, que su propio nombre de «cristiano» («unido a Cristo», «ungido») solo tiene sentido gracias al Espíritu Santo. Es el Espíritu quien nos hace cristianos, ya que es Él quien nos sella para Dios en el bautismo, nos mueve a reconocer a Dios como Padre y a aceptar la salvación de Jesús. Más aún, «nadie puede decir: "Jesús es el Señor", si no está impulsado por el Espíritu Santo» (1Co 12, 3). Es Él quien hace posible que creamos en Dios, pues de Él proviene el don de la fe. Y sin fe, no hay salvación. Así como Dios llenó de vida al ser humano al principio de los tiempos al darle «aliento de vida» (Gn 2,7), del mismo modo Dios nos otorga la nueva vida, la vida eterna, por medio del Espíritu «que Dios ha enviado a los que le obedecen» (Hch 5, 32). El Espíritu Santo es un regalo del Padre celestial; gracias a Él, nos unimos a su Hijo y nos convertimos en hijos de Dios. La obra definitiva de la renovación del ser humano ocurre cuando Dios nos concede, no ya un aliento de vida, sino su mismo Espíritu.

Un juglar de Dios.

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