Seremos glorificados.

Dice la Escritura: «Y a aquel que fue hecho inferior a los ángeles por un poco, a Jesús, le vemos coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos. Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo llevara a muchos hijos a la gloria, perfeccionando, mediante el sufrimiento, al que iba a guiarlos hacia la salvación. Tanto el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo» (Hb 2, 9-11, 17). Nunca será suficiente repetirnos unos a otros esta gran verdad: el Hijo de Dios se hace hombre para hacer a los hombres hijos de Dios. Esta es una buena noticia y, al mismo tiempo, una promesa del Señor para todos aquellos que decidan ser sus discípulos: «En verdad les digo: Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mi causa y por el Evangelio quedará sin recompensa. Pues, aun con persecuciones, recibirá cien veces más en la presente vida en casas, hermanos, hermanas, hijos y campos, y en el mundo venidero la vida eterna» (Mc 10, 29-30).

¡Vida eterna! Es la gran promesa del Señor. Jesús nos promete una gloria perpetua y nos indica el camino a seguir para alcanzarla: nos invita a seguir sus huellas, transitando por la pasión y la muerte, para llegar a la resurrección. Este misterio no se puede fragmentar: no podemos entender la cruz como un fin en sí mismo, porque Cristo no nos enseña a buscar sufrir por sufrir. Del mismo modo, no tiene propósito alguno aspirar a la gloria huyendo del dolor y, aun menos, de la muerte. La cruz nos conduce a la gloria, y no hay gloria que se logre sin cargar la cruz. Para alcanzar la vida, hay que morir como la semilla de trigo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida la destruye; y el que desprecia su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna» (Jn 12, 24-25). Debemos aspirar a la vida eterna sin descuidar el Reino de Dios y su justicia en esta vida terrena (Mt 6, 33), porque sin esfuerzo en esta no hay victoria en aquella.

Un juglar de Dios.

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