En cuanto a la muerte, los cristianos enriquecemos nuestro lenguaje con expresiones hermosas que hacen explícita nuestra fe en la vida eterna. Por eso, llamamos a la muerte nuestra pascua o tránsito a la otra vida. Decimos que la muerte de un cristiano es una pascua porque, al concluir una vida terrena en Cristo, quien muere en Él lo imita en su muerte, esperando resucitar y ser glorificado en Él, conforme a su promesa. También la llamamos tránsito, pues la muerte es un paso necesario para llegar a la morada del Padre en la gloria celestial.
A lo largo de su vida, el cristiano recuerda constantemente su mortalidad («memento mori», recuerda que morirás) y, al hacerlo, toma conciencia de su necesidad de Dios, para que al momento de morir, esta muerte no sea definitiva (Jn 11, 25). Por eso, tiene pleno sentido orar por este propósito: que, cuando llegue el momento de la muerte, estemos en paz con nuestro Dios, para así transitar con gozo hacia su morada. Este morir bien dispuesto es algo que, desde antiguo, se inculca en la Iglesia, especialmente en la última invocación nocturna, cuando decimos: «El Señor todopoderoso nos conceda una noche tranquila y una santa muerte».
Nada es más saludable para la vida cotidiana del cristiano que aspirar a una buena muerte, ya que ella es un visitante inesperado, por lo que conviene «velar y permanecer en oración» (Mt 26, 41) para estar preparados para este feliz encuentro. Solo cuando comprendamos plenamente que la buena muerte es una pascua, la esperaremos como a una hermana y la acogeremos con gozo, tal como Francisco de Asís, quien, en su última agonía, cantó con gran alegría espiritual junto con sus hermanos:
«Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!:
bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará mal.
Alaben y bendigan a mi Señor,
y denle gracias y sírvanle con gran humildad».
Un juglar de Dios.
A lo largo de su vida, el cristiano recuerda constantemente su mortalidad («memento mori», recuerda que morirás) y, al hacerlo, toma conciencia de su necesidad de Dios, para que al momento de morir, esta muerte no sea definitiva (Jn 11, 25). Por eso, tiene pleno sentido orar por este propósito: que, cuando llegue el momento de la muerte, estemos en paz con nuestro Dios, para así transitar con gozo hacia su morada. Este morir bien dispuesto es algo que, desde antiguo, se inculca en la Iglesia, especialmente en la última invocación nocturna, cuando decimos: «El Señor todopoderoso nos conceda una noche tranquila y una santa muerte».
Nada es más saludable para la vida cotidiana del cristiano que aspirar a una buena muerte, ya que ella es un visitante inesperado, por lo que conviene «velar y permanecer en oración» (Mt 26, 41) para estar preparados para este feliz encuentro. Solo cuando comprendamos plenamente que la buena muerte es una pascua, la esperaremos como a una hermana y la acogeremos con gozo, tal como Francisco de Asís, quien, en su última agonía, cantó con gran alegría espiritual junto con sus hermanos:
«Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!:
bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará mal.
Alaben y bendigan a mi Señor,
y denle gracias y sírvanle con gran humildad».
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.