¡Ven, Señor Jesús!

Muchos creyentes conocen las primeras palabras de la Escritura, en el libro del Génesis: «En el principio, Dios creó los cielos y la tierra» (Gn 1,1). Sin embargo, no todos conocen las palabras finales de la Biblia, que concluyen el libro del Apocalipsis: «¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!» (Ap 22, 20b-21).

La exclamación «¡Ven, Señor Jesús!» y la invocación que le sigue aún se conservan en nuestra liturgia. En los primeros siglos del cristianismo, era una expresión más común y cotidiana; se utilizaba como saludo, tal como hoy decimos «La paz contigo» o «Dios te bendiga». Con ella, se expresa el deseo de que el Señor, quien una vez vino en carne humana y ahora está glorificado en el cielo, vuelva como Rey y Señor del mundo para juzgar los secretos de los corazones y nuestras obras. Aquel que una vez vino como siervo y fue juzgado por los hombres volverá como Rey y Señor, para juzgar a la humanidad según los frutos de sus obras: «unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno» (Dn 12, 2).

¿Tiene sentido creer que viene un juicio para todos nosotros y desear con insistencia que ese día llegue?

Sí, tiene sentido, precisamente porque ese juicio será la plenitud del Reino de Dios y el fin de todas las cadenas que aún hieren a la humanidad. Porque «no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4). Tiene sentido desear que ese día llegue porque se consumará el deseo de Dios de ser «todo en todos» (1 Co 15, 28), realizando «la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13).

Así, lo único que no tiene sentido para un creyente respecto al día del juicio es tener miedo, porque ante nuestras fragilidades y pecados, Dios es compasivo: «No nos apoyamos en nuestras obras justas para derramar ante ti nuestras súplicas, sino en tus grandes misericordias» (Dn 9, 18). Esta misericordia de Padre que Dios tiene con nosotros nos da sosiego y paz, e impulsa a trabajar sin descanso por expandir ese Reino y su dulce justicia a todos los hombres y mujeres de la tierra.

«Dios es una misteriosa Trinidad; y mientras permanece en lo más alto del cielo, viene a juzgar al mundo; y mientras juzga al mundo, está también en nosotros, levantándonos y moviéndose dentro de nosotros para encontrarse a sí mismo. Dios Hijo está fuera, pero Dios Espíritu está dentro y, cuando el Hijo pregunte, el Espíritu contestará. El Espíritu nos es dado aquí; y si nos rendimos a la influencia de su gracia, de forma que eleve nuestros pensamientos y deseos hacia cosas celestiales, y se haga uno con nosotros, es seguro que seguirá en nosotros y nos dará confianza en el día del juicio» (San John Henry Newman).

Un juglar de Dios.

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