Consagrados por Dios.

Cuando hablamos de «consagrar», nos referimos a que algo —y especialmente alguien— es «separado» para Dios. Lo que se consagra se dedica en exclusiva a Él. La voluntad de Dios, nuestro creador, es que vivamos para Él, consagrados a su amor. Aunque la consagración es una práctica común a todas las religiones, en la fe cristiana se asocia particularmente con la voluntad de «configurarnos» con lo divino, es decir, ser «imitadores de Dios, como hijos amados» (Ef 5,1). En este camino, Jesús es fundamental: como Hijo Único de Dios, Él se hizo hombre, uniendo en sí mismo la naturaleza humana y divina y consagrándola para siempre a Dios. Así, el camino para consagrarnos a nuestro Dios pasa por seguir el ejemplo de Jesús: amando al prójimo, entregando la vida, dando sentido salvador al sufrimiento y la cruz, para resucitar con Él a una vida nueva y eterna: una vida toda para Dios.

Consagrarse a Dios significa seguir a Jesús y vivir según su ejemplo: «Como elegidos de Dios, sus santos y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión. Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,12-14). En otras palabras, consagrar nuestra vida a Dios implica aceptar su amor y dedicarnos a amar como Él nos ama.

Esta consagración es obra del Espíritu Santo, el mismo que ungió a Jesús como Cristo. Recordemos que «Cristo» o «Mesías» significa «Ungido», es decir, Jesús recibió el Espíritu Santo, y al asumir la naturaleza humana, abrió para toda la humanidad el camino de unión con Dios a través del Espíritu. Gracias a Jesús, todos recibimos el Espíritu Santo, y así somos ungidos y consagrados por Dios. En nuestra fe cristiana, la decisión de consagrarnos a Dios no surge de un interés humano, sino que proviene de Dios mismo, quien nos «inspira» (nunca mejor dicho) a buscarlo y nos ayuda a encontrarlo. Por eso, hablar de consagración es también hablar de «vocación» o llamado. Al consagrarnos al amor de Dios, respondemos al amor que Dios nos ha dado primero, pues «nosotros amamos porque Dios nos amó primero» (1 Jn 4,19).

Un juglar de Dios.

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