En el Antiguo Testamento encontramos un relato profundamente bautismal: el diluvio universal (Gn 7-8). Es bautismal porque muestra el pecado del hombre siendo purificado por la acción de Dios a través del agua. Pero sabemos que la entrada al Reino de Dios no se logra solo mediante el agua, sino «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 5). Aquí, el agua simboliza al ser humano que se sumerge (muere) en ella, para luego renacer (resucitar) a una vida nueva. En el relato del diluvio, la esperanza de una vida renovada se representa con la paloma que Noé soltó y que regresó «trayendo en su pico una rama verde de olivo» (Gn 8, 11). Esta fue la señal de que la tierra era nuevamente habitable. Del mismo modo, cuando Jesús fue bautizado y salió del agua, «se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía como una paloma y se posaba sobre él» (Mt 3, 16). Es así como el Espíritu, que en el principio «aleteaba sobre la superficie de las aguas» (Gn 1,2), más tarde descendió sobre Jesús en forma de paloma y ahora desciende sobre el corazón de los bautizados, renovándolos por medio del agua y el Espíritu Santo.
Es por esto que la tradición cristiana, especialmente en el arte, otorga una relevancia particular a la representación del Espíritu Santo (quien, como el Padre, no tiene imagen corporal porque es espíritu) en forma de paloma. Ante la pregunta de por qué la Escritura representa al Espíritu con esta ave y no con otra, se puede responder con el mismo relato del Génesis: antes de soltar a la paloma, Noé liberó a un cuervo, pero este no regresó al arca (Gn 8, 7); solo la paloma volvió. Esta es un ave que, a la vez doméstica y salvaje, se relaciona con los seres humanos sin necesidad de estar enjaulada y no es hostil; es un ave libre y, al mismo tiempo, mansa. Por eso, no es casualidad que el Espíritu Santo sea representado con ella, ya que, como el viento, «sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3, 8). El Espíritu Santo desciende sobre nuestros corazones, nos rescata del abismo de la muerte y nos eleva hasta las alturas de Dios.
Un juglar de Dios.
Es por esto que la tradición cristiana, especialmente en el arte, otorga una relevancia particular a la representación del Espíritu Santo (quien, como el Padre, no tiene imagen corporal porque es espíritu) en forma de paloma. Ante la pregunta de por qué la Escritura representa al Espíritu con esta ave y no con otra, se puede responder con el mismo relato del Génesis: antes de soltar a la paloma, Noé liberó a un cuervo, pero este no regresó al arca (Gn 8, 7); solo la paloma volvió. Esta es un ave que, a la vez doméstica y salvaje, se relaciona con los seres humanos sin necesidad de estar enjaulada y no es hostil; es un ave libre y, al mismo tiempo, mansa. Por eso, no es casualidad que el Espíritu Santo sea representado con ella, ya que, como el viento, «sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3, 8). El Espíritu Santo desciende sobre nuestros corazones, nos rescata del abismo de la muerte y nos eleva hasta las alturas de Dios.
Un juglar de Dios.
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