El dedo de la mano de Dios, expresión que aparece varias veces en la Escritura, es signo de la acción de Dios en el mundo, especialmente en la historia humana. Para el pueblo de la Antigua Alianza, la Ley de Dios fue escrita «por el dedo de Dios» (Ex 31, 18) en tablas de piedra. Esto significa que de su mano surge para el hombre el sentido de la justicia y también el de la salvación, ya que también Jesús «por el dedo de Dios» expulsa a los demonios (Lc 11, 20). Este Dedo de Dios no es otro que el Espíritu Santo, a quien desde antiguo la Iglesia alaba como «dedo de la diestra del Padre... fiel promesa del Padre; que inspiras nuestras palabras».
Estas manos de Dios que modelaron al hombre del barro (Gn 2, 7) son las que nos sustentan y fortalecen (Is 41, 10); en ellas están grabados nuestros nombres (Is 49, 16) y en ellas encontramos protección (Jn 10, 28-29). Las manos de Dios que nos crearon son nuestro refugio, y el Dedo de la diestra del Padre, el Espíritu Santo, obra en nosotros la obra de la vida nueva. Dicho de otro modo: solo aquellas manos que nos crearon pueden rehacernos; aquellos brazos que nos moldearon son los únicos que pueden rescatarnos, porque «el Dios eterno es tu refugio, te protegen sus brazos para siempre» (Dt 33, 27).
Es por ello que debemos imitar a Jesús, quien permaneció en obediencia y fidelidad al Padre del cielo, manteniendo esta confianza hasta el cumplimiento total de la misión encomendada por Él. Es muy saludable que diariamente oremos al Padre con la misma confianza que Jesús tuvo en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).
Un juglar de Dios.
Estas manos de Dios que modelaron al hombre del barro (Gn 2, 7) son las que nos sustentan y fortalecen (Is 41, 10); en ellas están grabados nuestros nombres (Is 49, 16) y en ellas encontramos protección (Jn 10, 28-29). Las manos de Dios que nos crearon son nuestro refugio, y el Dedo de la diestra del Padre, el Espíritu Santo, obra en nosotros la obra de la vida nueva. Dicho de otro modo: solo aquellas manos que nos crearon pueden rehacernos; aquellos brazos que nos moldearon son los únicos que pueden rescatarnos, porque «el Dios eterno es tu refugio, te protegen sus brazos para siempre» (Dt 33, 27).
Es por ello que debemos imitar a Jesús, quien permaneció en obediencia y fidelidad al Padre del cielo, manteniendo esta confianza hasta el cumplimiento total de la misión encomendada por Él. Es muy saludable que diariamente oremos al Padre con la misma confianza que Jesús tuvo en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.