El tesoro de la Iglesia

Solo el Espíritu Santo, el Señor y dador de vida, puede sostener en el tiempo la obra de Jesús, el Señor. En su discurso de despedida, Jesús afirmó: «En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho» (Jn 14, 26). Junto con su testamento espiritual, el mandamiento de amarnos unos a otros (Jn 13, 34), Jesús nos entrega el don perfecto: su propio Espíritu (Jn 19, 30). Lo hace para que la misión de anunciar el Evangelio a todos los pueblos sea posible, ya que «nadie puede decir: "Jesús es el Señor", si no está impulsado por el Espíritu Santo» (1Co 12, 3). 

De esta manera, el Espíritu Santo es el verdadero tesoro de la Iglesia. Por medio de Él, recibimos el don de la fe y la salvación en las aguas del bautismo. Él nos confirma en esta fe para conformar un pueblo profético en nombre de Dios; nos levanta y nos alimenta, tal como hizo con el profeta Elías en el desierto, y nos colma de sus dones para servir mejor a la comunidad de los creyentes. Es el Espíritu quien da vida y anima (es decir, «da alma») a la Iglesia, y quien habla en las Escrituras, pues inspiró a quienes las escribieron, las predican, las estudian y las creen, esforzándose por vivirlas. Además, Él es el Maestro de nuestra oración, porque «somos débiles, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda. No sabemos cómo pedir ni qué pedir, pero el Espíritu lo pide por nosotros, sin palabras, como con gemidos. Y Aquel que penetra los secretos más íntimos entiende esas aspiraciones del Espíritu, pues el Espíritu quiere conseguir para los santos lo que es de Dios» (Rm 8, 26-27).

Un cristiano es aquel que lleva en su corazón el más grande tesoro dado por Dios: su propio Espíritu.

Un juglar de Dios.

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