Espiritual unción.

Un signo común en la mayoría de los sacramentos de la Iglesia es la unción, el acto mediante el cual el ministro aplica aceite sagrado sobre quien recibe la gracia sacramental. Este signo, presente desde la Antigua Alianza, simboliza el derramamiento del Espíritu Santo sobre quien es ungido. Así lo recibió el rey David, cuando el profeta Samuel lo «ungió en medio de sus hermanos, y el espíritu de Dios permaneció sobre David desde aquel día» (1Sm 16, 13). Sin embargo, aunque la sagrada unción parecía reservada para algunos escogidos en la Antigua Alianza (Ex 30, 30), con la Encarnación del Hijo de Dios, esta unción espiritual busca derramarse sobre el mundo entero. Decir «unción» y decir «Espíritu Santo» es, en esencia, lo mismo, pues es a este Espíritu al que invocamos para que «renueve la faz de la tierra» (Salm 103).

En la Nueva Alianza, esta unción –el Espíritu Santo– se derrama en primer lugar sobre María (Lc 1, 35), de quien nacerá el Ungido de Dios, llamado Cristo (Lc 2, 11), quien extenderá el don del Espíritu Santo a toda la humanidad. Así, ya no serán pocos los ungidos y elegidos para recibir el Espíritu; al contrario, «en los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres, y profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones, y los ancianos tendrán sueños proféticos. Más aún, derramaré mi Espíritu sobre mis servidores y servidoras, y ellos profetizarán» (Hch 2, 17-18). Desde el inicio de la historia de la salvación, era voluntad de Dios que su gracia, «que es fuente de salvación para todos los hombres, se manifieste» (Tit 2, 11). Para nosotros, el Espíritu Santo es verdadera unción, porque se derrama sobre nosotros para reconocer a Dios como Padre, a Jesús como el único Camino de salvación y al mundo como el lugar donde testimoniar el amor de Dios.

Un juglar de Dios.

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