Cuando María exclama: «El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí» (Lc 1, 49), se refiere principalmente a la gracia de haber sido elegida para dar carne humana al Elegido. Esta obra tiene como autor al Espíritu Santo: ella ha sido ungida por el Espíritu Santo (Lc 1, 35) para ser madre del Ungido, aquel «que ha de gobernar a todas las naciones con vara de hierro» (Ap 12, 5). Ha sido colmada del Espíritu para que, por el fruto de su vientre, se alcance el cumplimiento definitivo de todas las promesas de la Antigua Alianza.
Si con Juan el Bautista se culmina la misión profética del Antiguo Testamento, con María comienza la nueva misión profética del Nuevo Testamento, en el cual se proclama que «la misericordia [de Dios] alcanza de generación en generación a los que le temen» (Lc 1, 50). En este sentido, la obra del Espíritu Santo en María consiste en consagrarla como discípula de Aquel que aún no nace, pero de quien sabe, por el mensaje del ángel, que «será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33).
Es el Espíritu Santo quien nos consagra como discípulos del Señor en las aguas del bautismo, y de Él procede también el don de la fe, porque «nadie puede decir: "Jesús es el Señor", si no está impulsado por el Espíritu Santo» (1Co 12, 3). Sin esta gracia, no podemos creer ni perseverar en la fe, ya que el camino del seguimiento de Jesús está lleno de dificultades, y no todos permanecen en esta fe hasta el final. Para perseverar, desde el llamado, pasando por la cruz y hasta llegar a la gloria, es necesario el Espíritu del Señor, porque solo Él puede mantenernos «perseverantes en la oración, con un mismo espíritu, en compañía... de María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14).
Un juglar de Dios.
Si con Juan el Bautista se culmina la misión profética del Antiguo Testamento, con María comienza la nueva misión profética del Nuevo Testamento, en el cual se proclama que «la misericordia [de Dios] alcanza de generación en generación a los que le temen» (Lc 1, 50). En este sentido, la obra del Espíritu Santo en María consiste en consagrarla como discípula de Aquel que aún no nace, pero de quien sabe, por el mensaje del ángel, que «será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33).
Es el Espíritu Santo quien nos consagra como discípulos del Señor en las aguas del bautismo, y de Él procede también el don de la fe, porque «nadie puede decir: "Jesús es el Señor", si no está impulsado por el Espíritu Santo» (1Co 12, 3). Sin esta gracia, no podemos creer ni perseverar en la fe, ya que el camino del seguimiento de Jesús está lleno de dificultades, y no todos permanecen en esta fe hasta el final. Para perseverar, desde el llamado, pasando por la cruz y hasta llegar a la gloria, es necesario el Espíritu del Señor, porque solo Él puede mantenernos «perseverantes en la oración, con un mismo espíritu, en compañía... de María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14).
Un juglar de Dios.
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