Cuando hablamos de «Pentecostés», nos referimos al día en que «todos los discípulos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 4), cumpliendo así las palabras del Profeta: «En los últimos días, dice Dios: derramaré mi Espíritu sobre todos los mortales. Sus hijos e hijas profetizarán, los jóvenes tendrán visiones y los ancianos tendrán sueños proféticos. En aquellos días derramaré mi Espíritu sobre mis siervos y siervas, y ellos profetizarán» (Hch 2, 16-18). Este día es tan especial que la Iglesia lo celebra con solemnidad cada año.
Una de las razones por las cuales este día es importante para la Iglesia y para la vida cotidiana del cristiano, es que en él se manifiesta y se revela que el Espíritu Santo, al igual que el Padre y el Hijo, es una Persona divina. En la Antigua Alianza, aunque el Espíritu actuaba, no se le conocía plenamente como parte de la identidad trinitaria de Dios. Esta identidad se va revelando poco a poco: primero en ciertos simbolismos presentes en la Escritura (Gn 18, 1-15), luego en la revelación del Mesías como Hijo de Dios (Jn 3, 16), y finalmente, en el derramamiento abundante del Espíritu sobre la Iglesia.
Así es como se completa la revelación de Dios como Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Solo a partir de Pentecostés podemos proclamar, junto con el Apóstol, «la gracia de Cristo Jesús, el Señor, el amor de Dios [Padre] y la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13, 14). El último don de Cristo resucitado antes de ascender a los cielos fue el Espíritu Santo. Gracias a Él, reconocemos, en primer lugar, el verdadero rostro de Dios, inspira nuestra fe en Él y nos capacita para proclamar la salvación de Jesús, con las mismas palabras de los apóstoles ungidos en Pentecostés: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... Dios lo exaltó y lo puso a su derecha como Jefe y Salvador, para dar... la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que le obedecen» (Hch 5, 30-32).
Un juglar de Dios.
Una de las razones por las cuales este día es importante para la Iglesia y para la vida cotidiana del cristiano, es que en él se manifiesta y se revela que el Espíritu Santo, al igual que el Padre y el Hijo, es una Persona divina. En la Antigua Alianza, aunque el Espíritu actuaba, no se le conocía plenamente como parte de la identidad trinitaria de Dios. Esta identidad se va revelando poco a poco: primero en ciertos simbolismos presentes en la Escritura (Gn 18, 1-15), luego en la revelación del Mesías como Hijo de Dios (Jn 3, 16), y finalmente, en el derramamiento abundante del Espíritu sobre la Iglesia.
Así es como se completa la revelación de Dios como Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Solo a partir de Pentecostés podemos proclamar, junto con el Apóstol, «la gracia de Cristo Jesús, el Señor, el amor de Dios [Padre] y la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13, 14). El último don de Cristo resucitado antes de ascender a los cielos fue el Espíritu Santo. Gracias a Él, reconocemos, en primer lugar, el verdadero rostro de Dios, inspira nuestra fe en Él y nos capacita para proclamar la salvación de Jesús, con las mismas palabras de los apóstoles ungidos en Pentecostés: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... Dios lo exaltó y lo puso a su derecha como Jefe y Salvador, para dar... la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que le obedecen» (Hch 5, 30-32).
Un juglar de Dios.
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