Sellados para siempre.

Entre los dones que nos da el Espíritu Santo, algunos son imborrables, es decir, una vez recibidos, permanecen para siempre. Entre ellos se encuentran el don de la salvación o vida eterna y el mismo don del Espíritu Santo en el alma. Ambos nos son concedidos gratuitamente desde el cielo, gracias al sacrificio redentor de Cristo, y se nos otorgan sin mérito alguno de nuestra parte: son una gracia, pura generosidad de Dios.

Estos dones imborrables, o sellos del Espíritu Santo, se nos dan en los sacramentos, especialmente en el Bautismo y la Confirmación: en el primero, recibimos el acceso a la vida eterna por el don de la fe; en el segundo, la plenitud del don del Espíritu Santo. Una vez recibida esta gracia sacramental, nada ni nadie puede borrarla. Es verdad que, por el pecado, nuestra relación con Dios se rompe, pero nunca se borra el sello espiritual recibido. Por eso, si después de pecar nos reconciliamos, no necesitamos volver a bautizarnos.

Aun si alguien abandonara la fe en Dios, adoptara una creencia contraria a ella, se hiciera satanista o pactara entregar su alma al diablo... aunque todo eso sucediera, bastaría un sincero «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10, 47) desde lo más profundo del corazón para destruir toda supuesta atadura contraria a Dios, restaurando el sello divino que jamás será borrado de nuestro ser. En efecto, «Aunque se aparten las montañas y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, mi alianza de paz no vacilará, dice el Señor, que se compadeció de ti» (Is 54, 10).

Es Cristo, a quien «Dios ha marcado con su sello» (Jn 6, 27), quien hace posible que también nosotros seamos marcados con este mismo sello «al depositar en nosotros los primeros dones del Espíritu» (2Co 1, 22). Esta es la mayor prueba de que, aunque seamos infieles, «él permanece fiel, pues no puede desmentirse a sí mismo» (2Tm 2, 13). El amor de Dios permanece para siempre, y nos permite hallarlo siempre que lo busquemos.

Un juglar de Dios.

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