Supervenient in te

Es propio del Espíritu Santo, en el lenguaje de las Sagradas Escrituras, manifestarse en forma de luz y de nube. No es casual que sea así, ya que ambos elementos pueden contemplarse en el cielo y, más aún, se relacionan con el ser humano al descender a la tierra. Por eso el ángel anuncia a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y... te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35), la misma sombra que antiguamente cubrió, como un velo, a Moisés en el Monte Sinaí (Ex 24, 15-18) y en la Tienda del Encuentro (Ex 33, 9-10), y especialmente en la dedicación del Templo de Salomón, cuando este declaró: «El Señor ha decidido habitar en la nube» (1Re 8, 12). La nube es símbolo de la trascendencia de Dios que se revela, recordatorio de que no lo contemplamos con los ojos físicos, sino con el alma, dispuesta a escuchar su voz. Esto es precisamente lo que el Padre dice a los discípulos de Jesús en medio de una nube, es decir, a través del Espíritu Santo de Dios: «ESCÚCHENLO» (Lc 9, 35).

La nube es una invitación a escuchar a Dios, a prestar atención a sus palabras, ya que en ella se encierra la sabiduría divina. Fue precisamente una llamada de atención lo que recibieron los discípulos de parte de los dos ángeles, cuando Jesús ascendió al cielo «y una nube lo ocultó de la vista de ellos» (Hch 1, 9). En esa ocasión, los discípulos se quedaron mirando al cielo, en lugar de atender a las palabras de Jesús, quien justo antes de ascender les había dicho: «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos» (Hch 1, 8). Del mismo modo que Moisés y Jesús no permanecieron en la nube, sino que descendieron del monte para cumplir con la misión encomendada, nosotros, los cristianos, hemos sido ungidos con ese mismo Espíritu que se derramó sobre ellos, para capacitarnos como testigos del Señor «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).

Un juglar de Dios.

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