«Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo"» (Jn 1, 6-9.15).
Pocos meses antes de que Jesús viniera a este mundo como verdadero hombre, nació de manera prodigiosa el último profeta del Antiguo Testamento. Nació de padres ancianos, siendo su madre estéril, y fue ungido por el Espíritu Santo desde el vientre materno (Lc 1, 41-45). Este mismo Espíritu lo impulsó a llevar una vida de mortificación en el desierto, buscando «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1, 17). Como profeta, anunció al pueblo la venida inminente del Mesías; como hombre acreditado por Dios, tuvo el honor de bautizarlo y ser testigo de cómo el mismo Espíritu que lo ungió antes de nacer descendía sobre Jesús (Jn 1, 32). Finalmente, como Precursor —aquel que viene antes de otro—, señaló el camino para los que serían los primeros discípulos del Señor (Jn 1, 35-37).
De todas las enseñanzas espirituales que podemos extraer de la vida de Juan, destaca la esencia de su misión: indicarnos el camino para seguir a Jesús. En las representaciones artísticas del Bautista podemos apreciar las vestiduras que usaba en el desierto (Mt 3, 4) y un gesto muy particular: aparece señalando con el dedo. Juan señala, como nos dice el Evangelio, a Jesús, «el Cordero de Dios» (Jn 1, 36), aquel a quien debemos seguir. Si algo nos enseña Juan es que la misión del cristiano no es otra sino anunciar a Jesús, sin buscar provecho personal ni desear protagonismo. Un cristiano guía a otros hacia el Camino, hacia Jesús, con humildad, siguiendo la regla de Juan: «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3, 30).
Un juglar de Dios.
Pocos meses antes de que Jesús viniera a este mundo como verdadero hombre, nació de manera prodigiosa el último profeta del Antiguo Testamento. Nació de padres ancianos, siendo su madre estéril, y fue ungido por el Espíritu Santo desde el vientre materno (Lc 1, 41-45). Este mismo Espíritu lo impulsó a llevar una vida de mortificación en el desierto, buscando «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1, 17). Como profeta, anunció al pueblo la venida inminente del Mesías; como hombre acreditado por Dios, tuvo el honor de bautizarlo y ser testigo de cómo el mismo Espíritu que lo ungió antes de nacer descendía sobre Jesús (Jn 1, 32). Finalmente, como Precursor —aquel que viene antes de otro—, señaló el camino para los que serían los primeros discípulos del Señor (Jn 1, 35-37).
De todas las enseñanzas espirituales que podemos extraer de la vida de Juan, destaca la esencia de su misión: indicarnos el camino para seguir a Jesús. En las representaciones artísticas del Bautista podemos apreciar las vestiduras que usaba en el desierto (Mt 3, 4) y un gesto muy particular: aparece señalando con el dedo. Juan señala, como nos dice el Evangelio, a Jesús, «el Cordero de Dios» (Jn 1, 36), aquel a quien debemos seguir. Si algo nos enseña Juan es que la misión del cristiano no es otra sino anunciar a Jesús, sin buscar provecho personal ni desear protagonismo. Un cristiano guía a otros hacia el Camino, hacia Jesús, con humildad, siguiendo la regla de Juan: «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3, 30).
Un juglar de Dios.
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