Tú eres agua viva.

El Señor dice por boca del profeta: «¡Vengan a tomar agua, todos los sedientos, y el que no tenga dinero, venga también! Coman gratuitamente su ración de trigo, y sin pagar, tomen vino y leche» (Is 55,1). Esta agua que Dios ofrece no es simplemente el agua natural que encontramos en la creación, aunque se asemeje: es «agua viva», es decir, aquella que da la vida misma que es Dios. Identificamos esta agua viva con el Espíritu Santo, a quien confesamos como «Señor y Dador de Vida», y, como atestigua la Escritura, esta agua se nos da en abundancia. «Al que tiene sed, yo le daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida» (Ap 21,6).

Además, pensar en el símbolo del agua nos invita a meditar sobre el Bautismo, que usa el agua como signo de una vida nueva, de un nuevo nacimiento: «el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). Así, si en nuestro primer nacimiento, según la carne, nacimos cuando «se rompió la fuente» en el vientre de nuestra madre, del mismo modo, en el nuevo nacimiento del Bautismo somos regenerados por el Espíritu, como quien se sumerge en las aguas y muere, para luego levantarse de ellas como un hombre nuevo. Este es, precisamente, el simbolismo de sumergirse y luego salir del agua de la fuente bautismal, según la enseñanza del Apóstol: «¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva» (Rm 6,3-4).

Dios nos da a beber del agua viva de su Espíritu gratuitamente, lo cual es fundamental recordar; es un don de la generosidad de Dios. Basta con que sintamos la necesidad de esta agua viva para poder beber de ella: «Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida» (Ap 22,17). Creer y confesar nuestra fe en el Espíritu Creador y Dador de Vida debe impulsarnos a recordar y enseñar a los demás que la gracia de Dios es un regalo que se nos da gratuitamente y con generosidad abundante. No es casual que la Iglesia, desde tiempos antiguos, haga eco de los pasajes de la Escritura que representan el agua viva brotando desde la fuente de un templo, inundando toda la ciudad con la gracia de Dios (Zc 14,8) para «curar a todos los pueblos» (Ap 22,1-2).

Un juglar de Dios.

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